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Bitácora del Centro Histórico

"Una riqueza que nadie ve". La colección textil de Guillermina Moreno

Daniel Herrera Rangel¹

"Una riqueza que nadie ve". La colección textil de Guillermina Moreno

Sobre el terciopelo negro, profundo como la noche sin estrellas, el ave se revuelve inquieta, con la serpiente presa en el pico y el plumaje que refulge con luz propia. “He visto muchos trajes —dice doña Guille— en donde el águila parece zopilote o parece guajolote. El águila es una figura muy representativa de México, es un ícono, un símbolo patrio, entonces hay que bordarla con mucha devoción y respeto. Así pienso yo. Quiero que, cuando vean este traje, que vean que ésta es el alma de México. Y de preferencia, si hace usted su… no sé lo que vaya a hacer usted con todo esto, pero póngale ‘Esto es México’. Se lo sugiero”.

Guillermina Moreno con libro de su autoría. Foto de Daniel Herrera

Guillermina Moreno ha dedicado la vida a dos pasiones. Una es su colección de textiles, que ha conjuntado a lo largo de décadas; la otra, la mayor tal vez, es la china poblana. Para doña Guille, la historia de la china poblana y de su traje típico es una obsesión, que le ha acompañado desde sus primeros años y que ha cobrado para ella el sentido de una cruzada por rescatar la tradición en su forma primigenia, sin el recargado folclorismo que la  envuelve en nuestros tiempos. ² Todo comenzó muy temprano: “De niña siempre veía una foto de mi tía, vestida de china poblana, una foto como de 1928. Este par de aretes —una de las piezas de su extensa colección— los usaba en esa foto. Siempre me llamó la atención la china poblana, mire, hasta mis muñecas están vestidas de china. Siempre tuve esa fijación”.

Ambas pasiones han corrido de la mano, dando por resultado una maravillosa y peculiar colección, compuesta por textiles antiguos, bordados tradicionales de las distintas regiones del país, y, por supuesto, todos los accesorios relativos a la china poblana. Cuando le pregunto cuántas piezas integran su colección, doña Guille ríe. Ni siquiera intenta aventurar una cifra, para qué, si en cada cajón, en cada armario y en cada rincón de su hogar, a la manera cortazariana de una casa tomada, siempre aparece una nueva blusa, una falda más, otro huipil, aún más bello que el anterior. Por estos días, doña Guille se ha tomado la molestia de sacar a la luz una pequeña parte de su acervo textil, tarea engorrosa y nada sencilla, y aprovechando la ocasión me abre generosa las puertas de su casa para mostrármela.

Con poner un pie en esa casa, en el barrio del Carmen, uno puede adivinar al primer vistazo quién es doña Guillermina: reproducciones de fotografías antiguas sobre el muro del pasillo; juguetes tradicionales en un canasto; libros que se cuelan hasta la despensa; la bella maqueta de la cocina de Santa Mónica; algunas porcelanas, las pocas que le quedan, porque ha ido regalando muchas; la vitrina con todo el diminuto mobiliario de una casa de muñecas; más fotografías, ahora de doña Guille en comunidades y pueblos; muñecas ataviadas, claro, con trajes de china poblana que la propia doña Guille ha bordado; antigüedades de bazar aquí y allá. En la cocina, un panel en talavera de San Pascual Bailón, el santo de las cocineras; en la pequeña salita un retrato suyo, con una Guillermina aún joven, coronada de flores y ataviada con un huipil, que sostiene un colibrí, como símbolo de la libertad que vibra en el espíritu de esta mujer. Los sillones y la mesa de centro han desaparecido bajo un alud de textiles, con las faldas, blusas y enaguas que el pequeño espacio ha permitido sacar. Y aparece ahí, en medio de la sala, el mítico nopal donde se posa el águila que devora a la serpiente, todo bañado en un brillo áureo que resalta sobre el terciopelo negro, con elegancia y sobriedad. Es la falda de la china poblana que doña Guille ha estado bordando. Tal vez, su creación más querida.

 Bordado con lentejuela antigua. Foto de Daniel Herrera

 

“Me ha llevado toda la pandemia —cuenta doña Guille, orgullosa de la belleza que sus manos han confeccionado. No volveré a hacer una falda igual, porque el maestro Maimone [se refiere a su querido amigo Manuel Alejando Hernández Maimone, actual director del Archivo General Municipal de Puebla] me hizo el favor de regalarme chaquira de su bisabuela. Todos esos detalles están hechos con la chaquira que me obsequió. Todo en tonos dorados, plateados y cobre, con chaquira más pequeña que una lenteja, cuidando los detalles para darle movimiento a la figura”. Se trata de un traje de gala, muy alejado de los trajes de china que solemos ver, tan propensos a lo kitsch, a la sobresaturación y a los brillos que los convierten en disfraces más que en trajes típicos. Para doña Guille, la china poblana merece el mismo respeto que los símbolos patrios, por eso se ha convertido en una purista de la tradición, empeñada en rescatar el traje en su versión primigenia. “Alguna vez vi a una artista, en un 15 de septiembre, que no se podía mover porque la falda pesaba 10 kilos, y la gente decía ¡ay, 10 kilos de lentejuela! Pero no tenía vida, no tenía movimiento ni expresión.”

“Este trabajo —me dice, con la voz quebrada y la resaca de las horas de angustia— yo lo estuve bordando con lentejuela, chaquira y lágrimas, porque mi hijo y mi nuera se enfermaron de Covid-19, pues ambos estaban trabajando en San José, y pues pasamos una situación muy difícil”. Doña Guille acaricia con suavidad el largo lienzo, lo mima, y se toma un instante en recordar lo duro que fueron aquellos días. “Lo único que le sirve a una de consuelo, cuando pasa por esas situaciones tan difíciles, es buscar algo en qué acomodar nuestra angustia, nuestra tristeza, nuestra impotencia. Por eso en este trabajo he depositado parte de mi alma.”

En este año y medio reciente, doña Guillermina se ha dejado los ojos en este trabajo, bordando con minucia cada detalle, hilando pacientemente cada una de las diminutas lentejuelas y chaquiras (muchas de ellas antiguas, que ya no se fabrican) para lograr una figura solemne, pero cargada de vida y movimiento. “Además del bordado, de todo el tiempo y el trabajo que requiere, también se tarda uno en buscar el material adecuado. Yo no encontraba una tela que rimara para la blusa, pero ya la encontré”, me cuenta emocionada. Ha bordado y confeccionado otros trajes antes, pero éste representa para ella la cúspide de su labor como artista textil, por eso ha cuidado hasta el mínimo detalle, como los zapatos que hizo forrar del mismo terciopelo de la falda, o la joyería de ámbar que debe llevar.

“No es un traje para bailar o desfilar, es un traje de gala. Yo quisiera que esto quedara en un gran museo de aquí, de Puebla”.

 

 Traje de muñeca bordado por Guillermina Moreno (detalle). Foto de Daniel Herrera

Guillermina está acostumbrada a los ocasionales curiosos que la buscan para conocer su colección. Al recibirme, y tras el hola, comienza a describir piezas y técnicas sin demasiado entusiasmo, como siguiendo un guion varias veces repetido. Por eso se desconcierta cuando la interrumpo para preguntarle sobre ella, sobre lo que ha sido su vida.

Se trata de una mujer discreta, que gusta de hablar de sus pasiones pero que, al tratarse de su vida, prefiere mantener las zonas oscuras del relato, así que sólo me dibuja en gruesas pinceladas un boceto de lo que fue su infancia, en la Ciudad de México de los años cuarenta. “Tengo 79 años, nací aquí en Puebla, pero cuando mi hermana menor iba a nacer —tengo otras dos hermanas mayores—, mis padres me dejaron con mi tía abuela, en México. Yo creo que era una niña muy chillona, o no sé. Ella era una mujer del campo, de Uruapan; me hablaba del rancho, de la Revolución.” En recuerdo de aquella generosa mujer, doña Guille elaboró un hermoso collage con una fotografía suya, fechada en 1909, y algunos de sus objetos personales, sus pañuelos con las iniciales bordadas, una pluma de su sombrero, su anillo y abanico. “Desde niña me enseñó a usar rebozo, ahí está esa fotografía de niña, en un jueves de corpus, estoy vestida de ‘indita’, con un traje y unos collares de papelillo que aún conservo y que ya no se hacen. Fui creciendo de esa manera, y como somos ocho hermanos, creo que a mis papás no les hacía tanta falta”, dice, y ríe sin amarguras, con la ligereza de quien tiene las cuentas saldadas con el pasado.

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¿En qué momento tomó conciencia de que se había convertido en una coleccionista? “¿En qué momento? En el momento en que ya no cabían las cosas aquí en la casa y que tenía que comprar menos despensa para meter más libros”. Lo que comenzó como una afición infantil, inspirada por su tía abuela y su tía, con los años se convirtió en una búsqueda febril a la caza de textiles antiguos e indumentaria relacionada con la china poblana. Como buena coleccionista, doña Guille se escabulle cuando le pregunto por el origen de alguna pieza, celosa de sus secretos. ¿Cómo consiguió este huipil? “Pues pastoreando, ya ni me acuerdo”, responde, y hace un ademán con la mano como espantando a un bicho molesto. “A veces los familiares venden todo por montón, y esos se van como trapos viejos… Es más bonito dejar todo así, sin decir de donde vino. Es muy difícil decir un origen, porque a veces me puedo equivocar”, afirma, aunque ambos sabemos que para un coleccionista es tan importante o más la historia de una pieza como la pieza en sí misma. Al final deja caer un pequeño rastro de migajas: “buscando, siempre estoy buscando, en la Lagunilla, en la colonia de los Doctores, en Santa Martha Acatitla; aquí, en San Isidro… a cualquier parte que haya voy, y cuando menos lo espero puedo encontrar hasta un pedacito de tela. Para mí, hasta un pedacito de tela vale mucho”.

En efecto, hasta un pequeño trozo de tela encuentra sentido en esas manos, curiosas y hábiles. Con el fondo de una falda antigua, doña Guille confeccionó un traje de china poblana para Juana, una de sus muñecas, a las que ha vestido con trajes de china, bordados con un detalle exhaustivo. “Me doy a la tarea de peinarlas, buscarles sus adornos, sus aretes, sus enaguas; estos son los pañuelos con deshilado de mi tía abuela, y los uní con randas en hilo para hacer las enaguas. Le hice hasta su costurero, porque cuando era yo chica las muñecas llevaban sus juguetes. Esta es Soledad, vestida a la usanza de la Sierra Norte. Esta es María, en honor a mi tía, su collar es de coral y también tiene encajes antiguos.”

***

Encontrar una prenda es apenas el primer paso. Guillermina se ha especializado en el rescate de estas piezas, documentando todo el proceso, desde el estado de deterioro en que la halló, el patrón del bordado que tiene o tenía, y la intervención que realiza, restaurando dicho bordado en su versión original, con chaquiras y lentejuelas de su colección que en muchos casos están virtualmente extintas. Además del rescate y del bordado, ahora ha aprendido técnicas de preservación, “gracias al maestro Maimone, él me ha dado las facilidades para aprender la conservación, cómo manejar estos trajes, cómo guardarlos, cómo exhibirlos”.

La colección, sobre la cual actualmente se está elaborando el catálogo, es sencillamente impresionante. “Me llegué a encontrar faldas antiguas. Ésta la encontré en un puesto, tirada en el piso. Me llevó casi 800 horas bordarla. Cuando encuentro algo destruido, me da el impulso de cobijar esa pieza, de acogerla con cariño y darle el esplendor que tuvo alguna vez. Lo que hago es bordar únicamente lo que viene dibujado en la tela. Si se respeta el dibujo y se borda correctamente, le vamos a dar más vida que a un trabajo sobresaturado, como ahora se acostumbra, que los llenan de lentejuelas. Este bordado es de influencia hindú. Es muy interesante porque nos permite conocer de dónde vinieron los dibujos, los motivos. Esta pieza es auténtica, conservé la tela, que es raso de algodón de esa época, respeté el dibujo y lo bordé tal cual”.

“Esta falda es de 1926, lo sé porque tengo la foto de la persona que la tenía. Estaba bordada de otra manera, es de niña. Le quité el bordado que tenía porque estaba tan deteriorado que ya no servía. Esta otra falda la tuve que dejar así porque estas lentejuelas ya no las fabrican.” Junto a las varias faldas que ha rescatado, doña Guille me muestra algunas blusas antiguas, entre ellas, una minúscula blusita de niña, con un trabajo exquisito en pepenado, donde vuelan aves diminutas que tienen una cuenta ridículamente pequeña en el ojo, casi imperceptible, y que es una de las piezas más antiguas de su colección. “Por el trabajo que tiene, en pepenado, yo le calculo que es anterior a 1900. Tiene mucho que ver el tipo de tela, el bordado. Es un trabajo muy fino. A veces la gente lo ve y dice que es tan sólo una blusa vieja”. Me pone otra en las manos y le calculo un peso que debe rondar los dos kilos. Se trata de una escena bordada extraordinariamente en chaquira. “Es como de los años veinte. Para bordados de Puebla no hay como los de San Gabriel Chilac. Este trabajo casi se ha perdido, todavía hay una que otra persona que lo llega a hacer. El bordado de Tehuacán, tanto el de hilo como el de chaquira, es conocido por la carrera de tortillas, donde las mujeres usan unas blusas espectaculares, aunque no les han dado el reconocimiento que merecen”.

Por debajo de las vistosas faldas iban las enaguas, de las que doña Guille ha encontrado ejemplos asombrosos. “Esta lleva las iniciales bordadas de la persona. Observe este trabajo, eran tiras bordadas que venían de Europa, así como el pasa listón, que ya no lo hay, y tenía una entrefalda debajo. Entonces conseguir todo esto siempre es andar buscando. Esta enagua calculo que es de los veinte por el trabajo que tiene, con los llamados entredós, que son tejidos. Lo que se debe de asomar del traje de china poblana no son esos encajes que le ponen ahora, sino los tejidos y las orillas de la enagua. Esta de aquí tiene un remiendo, eso es bueno dejarlo porque es original. Esta otra también es una delicia, es de jareta, con unos encajes preciosos. Esta tiene encaje de bolillo y los entredoses, trabajados a una sola hebra”. Las enaguas, sutiles, enigmáticas, lo mismo escondían secretos íntimos que rebeliones. “Esta es muy interesante porque tiene una jareta que no llega al frente, sólo va por la espalda.

¿Por qué? "Bueno, la mujer ha tenido a lo largo de la historia un papel muy importante, que no ha sido reconocido. Aquí se amarraban la enagua y les quedaba plegada la falda, y en esta jareta era donde se metían las armas, desarmaban las armas y las metían en las enaguas para transportarlas”.

Sobre un trinchador descansan los accesorios de china poblana. Aretes, moños, abanicos, horquillas, collares, peinetas españolas, cachirulos. “Estos aretes fueron elaborados por un orfebre de Cholula. Su abuelo vino a la batalla del 5 de mayo y aquí se quedó, era orfebre, y él trabaja con moldes que eran de su abuelo”. A un lado, en un pequeño estuche, un par de zapatos antiguos, rojos, de piel, con un águila nacional finamente bordada en hilo de oro, perfectamente conservados. “Son del tiempo de don Porfirio, se sabe por el estilo del bordado que tienen y por el botón con el ojal, pues todavía no se usaba la hebilla, y los botones son originales”.

Doña Guille se detiene, lo piensa un segundo y se anima. Tal vez por el asombro que lee en mis ojos ante cada pieza que descubre, se decide a mostrarme un poco más. “Espere, le voy a enseñar una sobrecama. Venga, para que vea usted de qué forma vivo. Ora sí que lo voy a llevar hasta mi recámara” me dice entre risas, y subimos a la primera planta, con dos habitaciones de franciscana austeridad. “Vivo con lo más necesario. Aquí puse un mecate —en el cubo de la escalera— porque luego cuelgo cosas de la china”, y en efecto, en el tendedero improvisado hay ocho, diez, doce blusas o huipiles de manta y algodón, algunos resguardados en bolsas de tintorería. En la habitación principal se encuentra su cama y un mueble que ocupa para planchar. “Cierre los ojos, no los vaya a abrir”, me indica, divertida y feliz de compartir con alguien más una de las joyas de su acervo. Espero de espaldas y con los ojos cerrados a que despliegue la sobrecama. “Ahora sí, vea…”.

Al escuchar la grabación de la conversación, me doy cuenta de que permanecí un par de minutos en silencio, que las palabras se me escaparon ante lo que vi. Encima de la cama hay una especie de colcha ligera, de un amarillo pálido, con la figura de una tehuana de casi un metro, bordada a máquina de pedal. El detalle del traje, la gradación de los colores, la sutileza de las facciones en ese bello rostro de mujer, todo captado con un realismo asombroso, por la mano experta de una bordadora. “Esto era de mi tía, la sobrecama de mi tía… Los trabajos a máquina antiguos eran muy buenos. Es de los años veinte, se puede deducir por el peinado de ondas. Por cierto, también tengo un traje de tehuana de los cuarenta, todo bordado a mano…”

Doña Guille me conduce a la otra habitación, saca cajas, revuelve entre montones de huipiles, busca. Cajas y cajas y siempre hay textiles y más textiles. “Este es un trabajo de la Sierra Norte; este es pepenado de Atlixco, de Tochimilco”. De repente encuentra la caja que busca y extrae un soberbio traje de tehuana, un traje de gala, de un negro profundo y aterciopelado sobre el que es talla la desbordada fiesta oaxaqueña de flores y colores, un bordado muy fino en el que se adivinan largos meses de trabajo de una mano experta. Es de los años cuarenta y luce mejor que nuevo, gracias al esmero con el que Guillermina trata a sus textiles. Más cajones; todo el closet, como el de la primera habitación, está destinado para su colección. “Acá tengo de Chiapas” dice, y saca un huipil típico de Zinacantán, bellísimo. Doña Guille se fatiga de bajar cajas, abre una al azar y me muestra lo primero que aparece, a veces es un huanengo de Michoacán, a veces es un huipil de San Cristóbal o de Oaxaca, algunos antiguos y otros nuevos. “Mire, este es mi rebozo de niña”.

 De repente, recuerda que hay por ahí una pieza más que quiere mostrarme. “Mire, le voy a enseñar una cosa: esta salida de teatro tiene más de un siglo, es una capita, las había cortas y largas. Me la obsequiaron. Me dijeron ‘ésta era de mi abuela, se la regalo’”. La prenda, apenas unos treinta centímetros de soberbio encaje y pedrería, era lo que las mujeres de alta burguesía se echaban a los hombros para desfilar por el foyer del teatro, una pieza digna de un museo. “Y mire en qué condiciones vivo —me dice doña Guille, aludiendo a la modestia del mobiliario, a la instalación eléctrica que se ha fundido, a las fisuras que dejó en el techo el temblor del 2017—, con muchas cosas valiosas y mire mi casa”. Su tristeza es genuina y justificada, pero apuesto —le digo—, que no cambiaría nada de esto por una casa grande y suntuosa.

Su respuesta es tajante.

No.

***

“Lo que más tristeza me da es que me voy a morir, y todo lo que sé se va a ir al cajón. Todo esto, ¿a dónde va a ir a parar? Me dicen mis hijos: lo único que han de decir de ti es ay, que viejita tan cajeta. Lamentablemente, los textiles son los más olvidados, los más ignorados y los más despreciados. Yo no lo entiendo, pero a nadie le importa lo que hago”. En su voz, en su rostro, asoma una amargura que no puede, ni pretende disimular. En tiempos recientes, doña Guille ha tratado de encontrar un comprador para su colección. Ella quisiera que quedara en manos de una entidad pública, que la exhibiera en el espacio y con las condiciones de preservación adecuadas y donde toda la gente pudiera apreciarla, tal vez la Universidad o el Gobierno del Estado. Intuye que, de adquirirla un particular, su destino sería incierto. “No se trata nada más de vender la colección, sino que lleve mi nombre y que quede como curadora” ¿Les puso un precio sobre la mesa? “Para mí un precio es comprar un terreno donde sembrar árboles. Irme lejos, comprarme un terrenito donde tenga yo mis arbolitos, porque anhelo tener árboles, ese es mi sueño, extender la mano y jalar una fruta. Esa es una riqueza que nadie ve”.§


¹. Doctor en historia por El Colegio de México.

². Véase el libro de su autoría, Rescatando Indumentaria de La China Poblana, publicado por la BUAP en 2017.