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COMERCIOS CON TRADICIÓN

Casa Pedro Ruiz, un refugio para navegantes

Daniel Herrera Rangel¹

Casa Pedro Ruiz, un refugio para navegantes

La gente ya no sabe lo que es una jarciería, dice don Pedro, y dice bien. Proviene de jarcia, me explica, que se refiere a los cabos y las cuerdas usadas en el aparejo de los barcos de velas. La idea no puede ser más poética: en el corazón de esta ciudad vieja, que poco y nada tiene que ver con el mar, se encuentra la Casa Pedro Ruiz, una de las poquísimas y tal vez la única, la última, de las jarcierías tradicionales; un refugio para navegantes.

El diccionario de la Real Academia nos ayuda a precisar lo que es una verdadera jarciería, pues además de coincidir al pie de la letra con la definición de don Pedro, añade la acepción para el caso mexicano, donde la jarciería se refiere también al ramo del comercio de los objetos de fibra vegetal.


Google maps arroja la existencia de un puñado de jarcierías, regadas por los rincones del Centro Histórico. Sin embargo, aunque tales negocios conservan el giro, han perdido la esencia, pues en realidad son comercios de productos de limpieza, plásticos y artículos para el hogar. La Casa Pedro Ruiz, por el contrario, con su centenario de vida se mantiene fiel al término, especializada en la venta de cabos, cordeles e implementos elaborados con fibras naturales.
La gente ya no sabe qué es una jarciería —al menos las generaciones jóvenes—, pero en los siglos pasados, estos comercios fueron tan importantes en la vida cotidiana de la ciudad, que una de sus calles más icónicas, ni más ni menos que la hoy Avenida Juan de Palafox y Mendoza, antiguamente llevó por nombre Calle de las Jarcierías, en la cuadra que corre del Portal Hidalgo al Templo de la Compañía. El nombre venía, precisamente, de la alta concentración de estos negocios, que llegaron a contar hasta 14 de ellos en 1852, fluctuando su número con los años, hasta que en 1930 desapareció el último de estos comercios en dicha calle.²

El cruce de las calles 3 Norte y 8 Poniente está celosamente custodiado por las efigies de Santo Domingo de la Cruz, que, entre los temblores, las batallas y el desgaste natural, en algún momento de la historia perdió la diestra, pero que conserva la mano izquierda con la que sostiene un libro, y el perro, que lo mira dulcemente, echado a sus pies y con una antorcha en las fauces; y de Santa Rosa de Lima, representada como monja coronada acompañada por el niño Jesús, como símbolo de la pureza. En las alturas, desde sus nichos barrocos labrados en la piedra, observan el bullicioso trajinar de personas y mercancías, los puestos ambulantes de ropa y fritangas, y el tránsito incesante del centro de la ciudad. A unos cuantos pasos de su mirada vigilante está la diminuta cortina de La mina de plata, una de las cantinas más tradicionales de Puebla, y junto, la Casa Pedro Ruiz, en el número 802 de la 3 Norte.

Alberto Ruiz, padre de don Pedro, sin fecha, colección particular de Pedro Ruiz.

Pedro Ruiz Castro, hijo de españoles avecindados en Huamantla (Tlaxcala), fundó esta casa comercial hacia 1920, atendida ahora por su nieto, don Pedro Ruiz, hombre sencillo y de maneras corteses, que me concede unos minutos de charla en medio del trabajo. Un tío fue Pedro Ruiz segundo, yo soy el tercero ¡y ya hay hasta el quinto!, me cuenta divertido don Pedro, orgulloso de su historia y de su linaje. Su padre, Alberto Ruiz, desde joven acompañó al abuelo Pedro en el trabajo de la jarciería, quedando al frente del negocio por más de cuarenta años, hasta que, a comienzos de los noventa, don Pedro el tercero tomó la estafeta. Yo trabajaba en la Volkswagen, pero me tuve que jubilar para venir a ayudar a mi padre, pues si yo no lo tomaba, el negocio moriría.

Pedro Ruiz. Foto de Daniel Herrera.

 El tiempo es implacable y todo lo corroe, pero con la Casa Ruiz ha hecho una excepción, deteniendo su andar. Aquí las cosas permanecen tal y como estaban hace un siglo. Cuando me jala mi papá —recuerda don Pedro— me dice: este va a ser tu negocio, tú vas a estar al frente, y empecé con ideas para modernizarlo, cambiar pisos, hacer cambios… Entonces mi padre me dijo: ten en mente que el 80 o 90 por ciento de los clientes es gente del campo, no de la ciudad, entonces, si ellos empiezan a ver bonitas vitrinas, ya no verán la estructura de tu negocio, pensarán que será más caro y perderán la confianza en lo que es Casa Pedro Ruiz, así que te sugiero que se conserve tal cual. Atendí el consejo de mi padre, y hasta la fecha, he mantenido las mismas características. El mostrador, por ejemplo, es de cuando hacían las cosas a conciencia.

Mostrador y báscula. Foto de Daniel Herrera.

Este negocio histórico, refugio de navegantes, es una cápsula del tiempo. Cada pieza del mobiliario tiene la pátina de un siglo de trabajo, y la solidez para soportar cien años más. Sobre el mostrador, elaborado como se hacían las antiguas mesas de trabajo, con madera tosca e inagotable, recubierta con una plancha de metal y con el pequeño destapador de las cervezas —requisito indispensable de cualquier mesa de trabajo digna—, reposa la imponente báscula Fairbanks de principios de siglo, de hierro fundido, que don Pedro compró de segunda mano al poco tiempo de abrir sus puertas, con la extraordinaria capacidad de pesar hasta 125 kilos. Sobre los muros, de piso a techo, la estantería de madera es la misma de siempre, la misma que se observa en la fotografía de don Alberto, captado por el disparo de la cámara en medio de la jornada de trabajo, hace unos 60 o 70 años.

Cenefa, parte del decorado original que se conserva. Foto de Daniel Herrera.

Flanqueando el mostrador, la bella estantería de los gruesos rollos de cable, similar a una escalera, es la original, de los tiempos del abuelo Pedro. Claro, al cabo de tantos años tienen sus pequeñas cicatrices, como todo, como cualquiera, que sólo resaltan por contraste el encanto del conjunto y del trabajo de los artesanos carpinteros que las elaboraron. Se han ido desgastando por los años —dice don Pedro— y he tenido que sustituir algunas piezas, como esas crucetas metálicas, porque el desgaste hizo que se tronaran las de madera. Esa sostiene como 55 kilos, y juntas suman como 300 o 400 kilos. Por si todo esto fuese poco, el comercio mantiene las sólidas puertas de madera que se cierran con tranca poblana, así como la pintura original en un verde pálido, donde destaca la cenefa con elementos florales al estilo art decó. El decorado es el original. Me dijeron así se queda, y así se queda. Por eso los clientes me dicen que se transportan a comienzos del siglo XX, porque todo es original.

Pedro Ruiz, almacén de jarcia, Ca. 1940. Autor desconocido.

La trascendencia, la belleza de la Casa Pedro Ruiz, no reside sólo en lo que exhibe, sino en lo que cuenta, porque cuenta la historia de una ciudad que hasta hace algunas décadas conservaba una fuerte vocación agrícola, y la de los antiguos implementos de labranza que se van abandonando, las formas de la vida campesina y artesanal que la modernidad ha ido aniquilando. Antes —cuenta don Pedro—, la jarcia se complementaba mucho con productos del campo: el arado, los collares y collarines para la mula y la yunta, implementos como la cincha y la gamarra, que la gente del campo les ponía a los animales, cosa que se está perdiendo porque el campo se está mecanizando. La gamarra es una correa que va al hocico, hacia las orejas del animal, para agarrarlo, y la cincha es como una faja para que el animal no se hernie; los animalitos merecen sus cuidados y sus atenciones. Hay mulera, burrera (más chica) y lomera. Pero hasta los mismos artesanos que nos tejen eso ya se están acabando. La misma gente del campo, en sus momentos de ocio, se ponía a tejer todo esto.

La gente que los tejía, personas mayores que desgraciadamente ya se adelantaron, me decían: a mis hijos, a mis nietos, ya no les interesa [el campo], o se van a la fábrica o a los Estados Unidos, o le buscan por otro lado, pero esto ya no les interesa. Estamos cayendo en esa crisis. Yo, por ejemplo, ya estoy pensando en diversificar el negocio. Tienes que buscar la chuleta, porque hay la tendencia de que todos estos productos van a desaparecer, afirma don Pedro con pesar.

El uso de las fibras naturales es cada vez más reducido en la industria. El plástico, de menor calidad y durabilidad, pero más barato, ha convertido a la palma o al henequén en algo poco rentable. Los artesanos que antes tejían la fibra han abandonado el oficio, y las técnicas se van perdiendo; las haciendas que antes producían van muriendo. Por ejemplo, lamenta don Pedro, ese producto, que nosotros llamamos cable de fibra de henequén, yo lo traigo de Yucatán. Todo se vuelve una cadena, porque en Yucatán había 10 haciendas henequeneras. En 1950 le decían el oro verde al henequén. Actualmente queda sólo una hacienda henequenera, que no se da abasto para surtir a nivel nacional. Entonces los mismos productores de costal, de mecatillo, están importando el henequén de Brasil, lo que aumenta los costos. El plástico está sustituyendo el henequén. El costal de ixtle también se está perdiendo, ya no lo usan por el costo. Un costal de henequén cuesta 100 pesos, y uno de rafia sólo 8. Pero ¿qué es lo que pasa? Mucha gente por economía consideró que los de henequén ya eran prohibitivos, estoy hablando de hace 25 años, entonces envasaron su maíz en costales de rafia. Y cuando empezaron a ocuparlo, descubrieron que ya se estaba pudriendo, ya tenía palomita, ¿por qué? Porque el plástico guarda calor, el maíz suda y se empieza a pudrir, en cambio el henequén, como es fibra natural, se abre y deja respirar.

Algo similar ha ocurrido con las mangas. Esa es una manga ahulada —me explica don Pedro—, la ocupa la gente del campo en tiempos de lluvias. Esta es grande, le decimos de a caballo, porque sirve para cubrir la cabezada y las ancas del caballo, y la otra, más corta, es de a pie. Esto vino a sustituir lo que en la Sierra Norte le llaman el capisayo, y don Pedro se toma la molestia de buscar imágenes en internet para mostrarme. El capisayo —dice— es una chulada, no hay otra manera de llamarle, es una capa que tejen de pura palma, que pesa como la chingada, ¡y luego mojada!, pero no le pasa nada de agua por la estructura que tiene, por el tejido tan cerrado. Los capisayos son preciosos. Son cosas que se van acabando.

Dos señoras entran al local, y tras pensarlo un poco piden catorce metros y medio de cable de henequén, del más grueso. Una joven se acerca buscando cordón de dos cabos y un hombre compra una pesada madeja de cordón de algodón. Así transcurre un día normal en la Casa Pedro Ruiz, entre mecates, cables de henequén, mecatillo Yucatán, mecatillo de un cabo, de dos cabos, mecatillo tomatero, tela de costal para hacer mantas catreras, cordones de algodón, implementos de labranza, costales de ixtle y demás artículos que se resisten a la tentación del plástico y la rafia. Esta es la vida y la historia de don Pedro, el nieto de aquel hombre que, en mangas de camisa, chaleco y corbata, despachaba a los campesinos que se aprovisionaban en la ciudad. Mi hijo me dice salte ya, no lidies con la inseguridad, con los ambulantes. Pero esto es un cariño —dice, abriendo los brazos, contemplando su negocio, evocando los recuerdos buenos y los no tan buenos—, esto es un amor. Es mi vida. Me sacas de acá y me muero en dos meses. Esta es la Casa Pedro Ruiz, tienda de cabos y cables y refugio para navegantes. §


¹ Doctor en historia por El Colegio de México.

² Leicht, Hugo, Las calles de Puebla, p. 202.