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RECUPERANDO EL PATRIMONIO

El legado plural y patrimonial de la dulcería poblana

 

 Carlos Eduardo Benítez Suárez †

Historiador

 

Visitantes entraban y salían de las tiendas, donde dulcerías y expendedoras mostraban sus mercancías en vitrinas y estantes; pocos se resistían a comprar alguno de los productos que en esos sitios se exhiben. Hablamos de una serie de muestras de patrimonio intangible que, con base en el azúcar, se consumen por propios y extraños, si bien la clientela que predomina son quienes viajan desde diversos lugares del país, a nivel continental y hasta del mundo.

  Ese legado ostenta una dilatada historia que data de la época colonial, que se definió aproximadamente hacia la mitad del siglo antepasado, y se reafirmó en el último tercio de la centuria decimonónica; asimismo, la variedad de sus productos lo confirma en la más compleja diversidad. Sus ingredientes son tan antiguos como los productos indígenas que, proporciones guardadas, eran aplicados en su elaboración, siendo el principal la miel, que precedió al azúcar como el ingrediente funda- mental de lo que más tarde serían llamados “dulces”.

  Se afirma que para halagar a los caciques indígenas se les obsequiaba con productos que podían ser calificados como aquellos que constituían una mezcla de aguamieles del maguey, melcochas, tunas y mezquites; si bien se duda de tal afirmación, lo cierto es que lo que se conoce como dulcería poblana surgió en los conventos femeninos.

  Así lo confirman la historiadora Adriana Guerrero Ferrer, el chef e investigador Ricardo Muñoz Zurita y el historiador José Eduardo Zamora Martínez, quienes aseguran que la dulcería angelopolitana, de raíz virreinal, se vinculaba con diversas tareas que realizaban monjas y novicias desde el siglo XVI, cuando se expandió el sistema de dominación colonial; tareas como catequizar y educar a la población indígena; fundación y administración de hospitales; administración de recogimientos para mujeres viudas, solteras o en condición de maternidad obligada; brindar instrucción en oficios artesanales; hospicios, casas de niños expósitos, entre otras más.

  Quienes profesaban en los conventos también creaban dulces, viandas y guisos para ganarse la voluntad de virreyes, regidores, alcaldes y otras figuras de autoridad, y proceder a la construcción, o a la conclusión de un templo, de una de sus casas, establecer un patrocinio u otras obras piadosas que respondían al asistencialismo social novohispano, al que se consideraba un deber moral, una prerrogativa pública, o una manera de servicio público caritativo.

  No es remoto pensar que, en algún porcentaje mínimo si se quiere, el comercio de dulces, platillos u otras mercancías menos utilitarias, contribuía a las finanzas de una congregación religiosa; sin embargo, esto no constituía la fuente principal de sus entradas económicas.

  Más que ventas, los dulces comenzaron des- de el siglo XVI a llamar la atención de los pu- dientes y las personas con poder político, en el sentido de degustación culinaria. Con la implantación del cultivo del azúcar, primero en la región del Caribe, y más tarde en lo que fueron Veracruz, Morelos, Puebla, los productos realizados con este ingrediente y sus derivados como el aguardiente, melcocha o piloncillo, se impusieron en modestos establecimientos, donde no se compraban en gran cuantía, lo que denota que dulces y confites fueron abriéndose paso en los gustos de la gente, que posiblemente prefería diferentes formas de consumo, ajenas al azúcar, y después se cumplió con la compraventa dulcera.

  En este orden, los platillos profusamente elaborados que se crearon en la etapa colonial llegaron a tener un lugar de privilegio como alimentos de cierto lujo, y a nivel popular en algunos tianguis y mercados, como el mole, las cemitas, los chiles en nogada, el guaxmole o huasmole de caderas, u otros menos elaborados como los tlacoyos de masa de maíz re- llenos de alverjón, por referirse a algunas destacadas comidas.

  Por lo que corresponde a la mano de obra que participaba en la dulcería y en la cocina conventual y popular, se trataba de mujeres indígenas, más tarde de mestizas, que se des- empeñaban como servidumbre doméstica, recolectoras de alimentos y molenderas, en cocinas, braseros u otros espacios en los que la innovación y la experimentación eran dominantes. La participación masculina fue sumamente posterior; llegó en el siglo XIX y con platillos del extranjero, europeos en primera instancia. Hoy en día los varones que laboran como chefs gozan de una reputación bien ganada, cuentan con importantes ingresos, participan en concursos y su fama ha trascendido las culturas universales.

Suculento embeleso de los dulces locales

Siguiendo las propuestas de los historiadores Guerrero Ferrer, Muñoz Zurita, Zamora Martínez, y otros más, la dulcería local representa la contribución de las monjas que adaptaron, para proponer dulces, aquellos productos de origen inglés, hispanoárabe y galo, incluso de Oriente Medio. Sin embargo, los legados que predominaron fueron el prehispánico y el novohispano, siendo esa tradición la que respondió a ingredientes de tal origen: su impronta fue en alto porcentaje sensiblemente local.

Por lo tanto, la dulcería poblana tiene que ver con ingredientes tradicionales que configuran una tradición que, habiendo arrancado en el siglo XVI, ha recorrido los siglos XVII a XX y lo que va del XXI, como se afirmó en párrafos anteriores.

Las denominaciones de esos tiempos, semántica y conceptualmente, hacen alusión a otro legado, que se refiere a ideas tan dulces como los nombres. Así, por ejemplo, los términos “camote”, “tortas dulces de Santa Clara”, “picones”, “sorbetes”, “palanquetas”, fundamentan un léxico colonial que exalta los sentidos de monjas y profesas, la libido entre soterrada y reprimida de aquellas mujeres que participaban en la confección de dulces, bebidas, creaciones gastronómicas, labores artesanales y otros productos que le otorgaron “carta de naturalización” a las labores ordinarias en las que la dominancia de la dulcería fue considerada como sobresaliente. Siendo objeto de comercio de familias y asociaciones de artesanos que cubren ya varias generaciones como doña Dolores Espinoza, otros grupos familiares, o los Soto Espinoza, que atienden emblemáticas dulcerías como La Rosa, donde se expenden peculiares dulces en forma de caracoles marinos; algunas opciones compren- den todavía procedimientos artesanales, como el propio camote de sabores, muéganos, jamoncillos, etcétera.

Otras circunstancias se observan no sola- mente en los ingredientes, sino en los espacios de creación y experimentación donde se llevaban a cabo los procesos, a veces populares, otras un tanto más refinados, de aquello que se ofrecía a la corte virreinal, a los poderosos del orden colonial, cuando se deseaba alcanzar algún beneficio material, de otra naturaleza o político.

Estas delicias que ves

Los dulces que diversifican la heredad poblana se corresponden a dos conventos, el de las clarisas y de las catalinas, respectivamente. En esos puntos fueron concebidos, durante la antigüedad novohispana, los productos azucarados que hasta la fecha se consumen, sien- do el camote el más vendido, no obstante su origen sencillo y económico, por no llamarle humilde; la ubicación de la calle le imprimió la connotación de producto de considerable consumo. Otras opciones de estos manjares son las alegrías, realizadas a base de amaranto y otros cultivos; palanquetas, hechas con cacahuate y semillas de calabaza, pepitas, miel de azúcar y piloncillo; amaranto en distintas modalidades, que inclusive se puede consumir como cereal; y los consabidos molletes, que son un dulce de temporada y suelen consumirse en el verano.

La heterogeneidad de productos dulces comprende delicias de almendra, manzanas amerengadas, chongos, muéganos, pinole, chocolate de tablilla espolvoreado con azúcar, borrachitos, mazapanes, jamoncillos de leche, galletas de panela y anís en forma de cochinito, gallinitas de pepita decoradas, macarrones, bocadillos de nuez, garapiñados, pepitorias de calabaza, corazones de camote, huevos de faltriquera, cocadas, melindres, yemas de huevo, galletas espolvoreadas de canela, higos y otros frutos cristalizados, peras criollas hervidas, rosquitas blancas, merenguillos, limones rellenos de coco rallado, jamoncillos, acitrones, galletas de piloncillo, chilacayotes, merengues de limón, rompope de huevo hecho con alcohol ligero, apenas para “tomarse una copita”.

   Las materias primas que son aplicadas como base de la dulcería urbana son esencias y sabores como la vainilla, pasta de camote, mermeladas y membrillos. Los camotes en sus inicios eran envueltos en papel de china, que después fue sustituido por envolturas enceradas de manera precaria y etiquetadas con una sencilla, elemental imagen en la que se observa la catedral de la metrópoli angélica, icono por excelencia de la arquitectura monumental poblana.

  La leyenda acerca de los prolegómenos del comercio dulcero sugiere que los primeros expendios de dulces fueron La Fama de Puebla, de 1892, y El Lirio, de 1917. La presencia de productos a base de azúcar sucedió en ingenios y trapiches; con posterioridad se arraigó en la urbe angelopolitana donde el consumo correspondió en primer lugar a quienes podían degustarlo y pagarlo.La proeza política e histórica de la familia Serdán Alatriste atrajo turistas y consumidores de dulces por hallarse en la misma calle la vivienda donde tuvo lugar el ataque oficial, durante las jornadas de noviembre de 1910, y por su vecindad con otras dulcerías. Esto hizo posible la concurrencia de adquirientes, lo que en un sentido cultural e ideológico rememora las dimensiones revolucionarias de los cuatro hermanos, en su condición de adeptos al maderismo, y por su oposición a la tiranía porfirista. En el presente, la casona y la calle son sitios de recorrido obligado, y de paso con la finalidad de saborear algún dulce local, remembranza de la contradictoria amargura que padecieron los llamados primeros mártires de la Revolución.

  Más tarde surgieron elementos laterales que ennoblecieron las muestras de dulces y viandas, como su presentación en platones de loza de talavera u otros recipientes cubiertos con mantelería bordada; esta práctica dio lugar a especialidades que se llevaban a cabo en conventos, beaterios, casas de mujeres solas o viviendo en situaciones emergentes, donde se les capacitaba de manera ordinaria, constante, hasta alcanzar pericia en ese tipo de labores.

Conclusiones

La herencia o el legado de la diversidad dulcera poblana es una muestra múltiple de diferentes conceptos, productos y significados que se desdoblan y desbordan en la modalidad de patrimonio intangible, entendido como ejecución de relaciones sociales, del ámbito cultural, de tipo material y de puesta en valor de los dulces de esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad de los Ángeles. Los elementos que le dieron un origen, tan común como diverso, se remontan a los primeros siglos de la Colonia, y sus protagonistas fueron en primera instancia las órdenes religiosas de condición femenina. Más tarde, dulces y platillos caracterizados por la riqueza de sus componentes se transformaron en viandas comunes, y por su popularidad ocuparon un sitio de privilegio.

 Estas tradiciones culinarias dieron lugar a un tipo diferente de turismo nacional. En primera instancia configuró la presencia, consumo y admiración del viajante y viandante que, al pasear por los cuadrantes de la recientemente llamada “Calle de los Dulces”, no se resiste a la idea de redescubrir identidad(es), a la posibilidad de una degustación dulcera, así sea breve, “para llevar”; pero que por lo general invita a la convicción, repetición y adquisición de productos varios. La presencia de aquellas no omite la degustación de dulces o de otros elementos azucarados.

  El producto dulce que continúa siendo popular y consumido de forma permanente es el camote, tanto que ha dado a la ciudad destellos de azucarada identidad, como ha venido sucediendo al parecer con mayor énfasis desde el siglo XVIII, y con posterioridad hacia mediados y finales del siglo XIX, cuando en la famosa calle de Santa Clara se instaló un negocio en tres propiedades (es posible que una de ellas haya funcionado como un expendio). Nos referimos a una “azucarería”, lo que da cuenta del predominio del endulzante como ingre- diente de dulces, bebidas como el rompope y otras variedades realizadas con la producción azucarera de unidades productivas de la región central, primero de Nueva España, y más tarde del país.

  En calles aledañas a la de Santa Clara, hacia el sur, el norte y en los anexos del antiguo mercado La Victoria, así como en las que se denominaron “jarcierías” del Espíritu Santo o de La Compañía, funcionaba también a las puertas de esos lugares la venta de camotes, dulces varios y algunas bebidas (hoy día ex- tintas) como el denominado “punche-punchi” de maíz azul, a la usanza de un atole o de un producto de dulce espesor.

  Además de esas opciones con azúcar, de platillos de gala o especiales (mole de guajolote o pollo, cemitas, chiles en nogada, entre otros) que convergen en ocasiones festivas, a su vez tienen lugar legados dulceros semejantes en otros estados del país como Guanajuato, Michoacán, Nuevo León, Estado de México, Hidalgo, Yucatán, San Luis Potosí, Zacatecas, conservando cada región sus cualidades regionales, en lo que a variedad, orígenes o antigüedad se refiere.

  La presencia de antojos azucarados, dulces y golosinas hechos de manera artesanal nos remite a las influencias de sus inicios coloniales, y de su continuidad hasta nuestros días, en lo que se confirma(n) la(s) memoria(s) de la(s) identidad(es) que le ha(n) brindado huellas, rastros, pistas de elaboración, consumo y provocativa gula dulcificada. Señales de identidad, signos de un tentador patrimonio intangible, certeros testimonios de pluralismo, de una dulce y deliciosa diversidad.


Bibliografía

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Fuentes electrónicas

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[Punche/Punchi (dulce de maiz) en Puebla] https: historias de cocinasycomidas wordpress.com (Recuperado el 23 de mayo de 2023).

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