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Letras para la ciudad

La Ciudad de mi memoria

 

Mónica Rojas

Escritora

 

Voy a escribir de lo que mi memoria sabe, porque de saber, yo sé muy poco. Nací en Puebla hace cuarenta años, en los tiempos en que la avenida 16 de Septiembre no era siquiera una calle de asfalto. Aquí era pura terracería. Me contaba mi abuela materna: “había plantíos y todo este terreno estaba en las afueras de la ciudad, por eso lo compró tu abuelito, por tranquilo y lejano. Pasando la colonia El Carmen ya todo estaba lejos. Eso nos figurábamos”.

   En aquel entonces vivíamos lejos del Centro Histórico. Me acuerdo, aunque con dificultad, de que cuando era muy pequeña salía a jugar con los renacuajos que crecían en los charcos y hacía coronitas con las flores que arrancaba de la orilla de la banqueta. Cuando mis primos llegaban a visitar a los abuelos, salíamos todos a jugar corretiza y al toro congelado, ahí, en plena 16 de Septiembre, en la colonia El Cerrito.

   No pasó mucho tiempo para que pavimentaran y entonces nos dimos cuenta de que no estábamos tan lejos del Centro Histórico, que para mí ha sido siempre sinónimo del espacio más vivo de mi ciudad y, por vivo, más amado.

   El Centro Histórico sigue siendo mi punto de referencia a pesar de que desde hace ocho años me mudé a Suiza. ¿Aquí dónde está el centro? Le pregunté a mi esposo cuando llegamos a Zúrich y él, que entendía a lo que me refería —catedral, plaza, zócalo— me explicó que lo que más se aproximaba a lo que yo entendía como centro era la zona antigua; luego, me di cuenta de que, en realidad, lo que más se aproxima a nuestro centro son los lagos. La vida de los suizos se mueve alrededor del agua. Pero yo no soy suiza, soy poblana, y necesito de un centro, de mi centro construido con piedra gris.

   Por eso necesito volver a casa, a mi caótica avenida donde tomo la Ruta 4. Veinte minutos dura el trayecto, quince si el chofer está echando carreritas con otro, treinta si el tráfico es mucho. El autobús sube (palabra con la que el poblano explica que se dirige a) por la dieciséis y se para en la esquina de la Iglesia del Niño Cieguito antes de doblar con dirección al Paseo Bravo. Ahí, una vendedora de buñuelos ya me está tentando para que compre unos. A veces resisto, a veces no.

   Camino con dirección a la Catedral. La miro hacia arriba y se me antoja entrar a su atrio. Campanas montadas por los ángeles, niños correteando a las palomas, familias tomándose fotos frente a su fachada, mujeres vendiendo hierbas para el crecimiento del cabello en las escaleras, recuerditos de la ciudad, imágenes religiosas. A lo lejos, una melodía conocida: el organillero toca La Rielera.

   Voy al zócalo. Fuente de San Miguel. Me acuerdo de que ahí me encontraba con mis amigos para ir a cualquier lado: al cine del Boulevard, a los Sapos o a alguna cafetería del Barrio del Artista, y me quedo observando por un rato a los que hacen lo mismo, y también a los esposos que trepan a sus niños en la fuente para que jueguen con el agua.

   ¿Nos puede tomar una foto?, me pregunta una muchacha con su novio. Llevan un globo en forma de corazón y la sonrisa fresca. Claro que sí. Les tomo la foto, varias tomas para que elijan la más bonita, y me dan las gracias.

   Empiezo a sentir el calor del mediodía. Voy por una nieve a las cercanías de la Facultad de Filosofía, paso por el edificio de El Sol de Puebla, donde trabajé un par de años, y me quedo un rato más sentada en una banca verde cerca del Portal Iturbide, que es donde, según yo, hay más sombra. Me siento en mi centro. Ahí puedo leer un rato hasta que algún vendedor venga a ofrecerme golosinas. Luego me darán ganas de comer; entonces iré a alguna fonda o por unos molotes cerca del edificio del Congreso. Ya dejaré que el capricho elija.

   La memoria es un cofre en el que conservamos fragmentos de otros tiempos. Basta con abrirlo para sacar un tesoro. Por eso me gusta escribir de lo que siento, porque de saber, como lo he escrito, otros saben más. Lo que quizás no sepan es que, el que se va de su tierra, siempre la añora; por eso se la lleva consigo en forma de recuerdo, de dulce típico, de artesanía. Hay que llenar el cofre, que los fragmentos nos aguanten hasta que podamos volver.

   El migrante se vuelve experto en el arte de engañar a la geografía, quizás por eso hoy sé que no tengo que tomar dos aviones, un camión y dos autobuses para volver a la casa. Me basta con cerrar los ojos y tomar la Ruta 4.