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Transbarroco

LA CIUDAD ES UNA MUJER

 

 

Martha Elisa Vera Luna

Arquitecta

 

La ciudad es una mujer, una mujer de ojos grandes, aguerrida como las Serdán, valiente como el Espíritu de la protectora de leones y elefantes, generosa como aquella que dio Amparo a la educación y el patrimonio cultural mexicano. Pero es también el alma de todas aquellas que le dan vida, la alimentan y la construyen cada día.

   Su esencia y fortaleza está en su corazón; ahí en donde todo sucede y, como mujer que vive en su centro desde hace casi una década, he aprendido a leerla, a ver en ella atributos que nos definen, con los que me identifico, y otros que he aprendido después de vivirla. Conserva en sus piedras la sabiduría que solo da la acumulación de años; esa pátina que se adhiere lentamente en su memoria, abonando a su experiencia. Si contemplamos detenidamente sus fachadas o escuchamos atentos su murmullo, hablará de sus glorias virreinales, de la bonanza de sus tierras y lo prístino de sus paisajes. Cuando la recorremos, nos narra los pasos de los que nos precedieron; en sus calles, todavía rebotan ecos de tiempos remotos.

   Abre las puertas de sus museos para compartirnos su historia. Nos lleva de la mano entre carruajes y mapas a entender su origen y su papel en la historia; sus fundadores platican con nosotros a través de sus bibliotecas y colecciones; sus casonas nos explican a través de sus espacios las costumbres sociales de la época; se escuchan los rezos en las capillas domésticas, el tintineo de los cubiertos de plata sobre los platos de talavera en esa mesa puesta en el gran salón y los cascos de los caballos entrando por la puerta grande. Si sabemos observar, todavía se aprecia a la vuelta de la esquina el olán de la mantilla desteñida de alguna señorita que va tarde a misa. Su sabiduría no solo se alimenta de glorias pasadas, sino de su capacidad de transformarse con los nuevos tiempos: es un palimpsesto, una acumulación de huellas  de distintos momentos históricos. Las voces de sus creadores cantan en un coro atemporal que se va acumulando en sus calles. Sus fachadas y materiales nos relatan las condiciones sociales, políticas y económicas bajo las que se ha ido construyendo.

   Como una matriarca, nos instruye sobre nuestra genealogía, cultiva nuestras raíces y nos fortalece para encarar al futuro, asegurándonos que un pasado sólido resguarda nuestros pasos.

   Es cobijo, una Úrsula Iguarán que ha acogido generaciones enteras entre sus edificios; bajo sus losas han habitado los apellidos poblanos de raigambre, pero también ha sido morada para aquellos foráneos adoptados que hemos encontrado, entre sus muros, la calma de la cotidianidad. A quienes hemos hecho de su corazón nuestro hogar, nos reserva la fortuna de tropezar en sus calles con un vecindario amigo que se mimetiza con su ajetreo de destino internacional.

   Al visitante lo recibe siempre como a un amigo: una sonrisa y un balcón abierto a alguna cúpula. A quien regresa después de muchos años, lo abraza nuevamente y le da la bienvenida a la que nunca dejó de ser su casa, y siempre tiene un sitio disponible para aquellos que vendrán.

   Alimenta el cuerpo y el espíritu. Como en la casa familiar, en la mesa siempre hay lugar para propios y ajenos. Su recetario rebosa de ingredientes locales y otros que vienen de lejanos confines; la pericia para combinarlos ha dado como resultado una gastronomía única y compleja, platillos que deleitan todos los sentidos. Los alquimistas de la cocina han sabido transmitir este conocimiento ancestral de generación en generación, llenando vajillas enteras de los más variados antojitos, desde aquellos dignos emperadores hasta un caldito de pollo que nos lleva siempre a un rincón de nuestra infancia.

   Hay para todos los gustos y para todas las horas: los tamales mañaneros, los molotes trasnochados, un elaborado mole o un tradicional taco árabe, tortitas de Santa Clara o cremitas para media tarde, rompope y sidra para remojar la charla. Total que en esta ciudad de ángeles todos pecamos de gula.

   Como fémina, es apasionada y alegre, se levanta rebelde ante injusticias, se hace escuchar, da espacio para dialogar, abraza opiniones, conoce su realidad, la analiza, la crítica y la reconstruye. Sus monumentos se colorean por causas sociales y sus plazas se convierten en palestras de debate, al mismo tiempo que sus paredes retumban con las campanadas de domingo a mediodía, el agua de su fuente le acaricia la cabeza a los niños que revolotean alrededor de ella. Familias enteras abarrotan sus plazas en días de fiesta con un organillero que, ya sin chimpancé y repitiendo el mismo cilindro desde hace décadas, ameniza la escena.

   Es sustento para su gente: ha visto en el devenir del tiempo a trabajadores y emprendedores marchar por sus arterias apostando por el mercado local, desde aquel visionario que nos ubicó en el mapa de la fábrica textil hasta churrerías que son parte de la tradición familiar. Es fuente de trabajo de miles de personas que dejan el alma para echar a andar el motor económico.

   Podemos encontrar, a cada paso, negocios tradicionales, boneterías, imprentas, dulcerías, sastrerías, renovadoras de calzado y cererías que se han quedado marcadas a fuego en el imaginario local. Porque seremos una ciudad industrial de talla internacional, pero siempre es lindo llegar al local en el que la abuela compraba las almendras y bolearse los zapatos a la sombra de los portales. Y si faltara una prueba de que es mujer, esta ciudad es resiliente como pocas. Después del Sitio de Puebla, cuando las tropas francesas se propusieron no dejar una casa sin registrar, nadie se imaginaría que no solo se recobraría, sino que daría una nueva cara a sus edificios y que sería en adelante su característica inconfundible.

   Nada me estremece más que recordar aquel septiembre cuando se hizo el silencio, el tiempo se detuvo por un minuto y la historia se nos caía a pedazos; la fuerza de la tierra se hizo evidente, dejando cicatrices imborrables en la memoria y en los edificios. Caminando entre las calles, todavía nubladas de polvo, parecía imposible levantarnos de ese golpe. Como un ejército de hormigas, la sociedad empezó a moverse desde abajo, apoyando a vecinos, resguardando bienes, barriendo escombros, alimentando brigadistas.

   Paso a paso, la fe se recobró, se trabajó hombro con hombro para sostener los frágiles edificios, la sociedad se restauraba al tiempo que se cosían las grietas. Una vez más, renació de las ruinas y se yergue orgullosa; abraza maternal su historia y espera con ánimo el reto del futuro.

   Escribo estas líneas viendo desde mi ventana las elegantes torres de la Catedral, con su cantera oscura, estoica, altiva, inmutable, viendo pasar el tiempo como si la vida fuera un suspiro. Solo somos un momento en la larga historia de esta mujer que empieza a peinar canas.