Ricardo Campos Castro
La cumbia sonidera, en su dimensión sonora y kinética, forma parte de las expresiones vivas del patrimonio cultural de Puebla. En barrios, colonias, juntas auxiliares y pueblos de la periferia, su cadencia es familiar y cotidiana; resuena a bordo del transporte público, en los mercados de abasto popular, en los hogares durante la realización de las tareas domésticas, en diversos espacios de trabajo motivando el desarrollo del oficio o simplemente por gusto. También se integra como elemento central en diversas festividades que celebran la vida como bautizos, XV años, bodas, fiestas patronales y barriales, entre las que destaca el carnaval.
Su recepción es tal que, de manera recurrente, se organizan eventos públicos¹ que reúnen a la banda² dentro de un espacio enmarcado por grandes equipos de sonido y efectos luminosos para disfrutar la experiencia sonidera. En contraste, otro sector de la población señala, critica y asume la cultura sonidera como epicentro de violencia, inseguridad y otros vicios;³ en consecuencia, durante 2017 hubo intentos gubernamentales para prohibir y regular su realización en la ciudad;⁴ sin embargo, a pesar de esta percepción negativa e intentos de censura, está cultura dancística y musical sigue generando fuertes vínculos de reconocimiento entre los poblanos.
Durante la década pasada, el movimiento sonidero logró cierta popularidad como tema antropológico, sobre todo en Monterrey y la Ciudad de México, a partir de las singularidades que se delinearon en dichos contextos.⁵ Al tratarse de un fenómeno cultural gestado entre las clases populares, con el desarrollo de la industria tecnológica del sonido, su práctica se ha definido como una manifestación de resistencia y combate a la modernidad; para Blanco (2010), el sonidero es un espacio en donde los jóvenes, de cara a un mundo globalizado, encuentran una de las pocas opciones de reconocimiento y socialización (p. 359).
Sin dejar de lado esta aproximación, el foco se ha puesto sobre los dueños de sonidos y sus historias, alejando la atención de las colectividades que asumen el “ser sonidero” como una forma de vida que escapa del baile callejero e integra la experiencia sonidera dentro de otros rituales colectivos. Partiendo de esta inquietud, a partir de una aproximación etnográfica y con énfasis en la práctica kinética y sonora, se delinea el carácter de esta práctica en la ciudad.
Aunque por su vigencia pueda pensarse como una práctica contemporánea, su anclaje histórico apunta hacia el devenir de los salones de baile y la asimetría económica de la sociedad mexicana de los años posrevolucionarios. Para Sevilla (1996) el surgimiento de un nuevo tipo de lugares para bailar inicia en 1920 como “resultado del proceso de secularización e internacionalización de la cultura, generados por un determinado tipo de urbanización” (p. 45), agregando como variable “la llegada masiva de gente de provincia a la capital que busca vivir la experiencia de la modernidad a través de su arquitectura y vida nocturna” (Blanco, 2010, p. 360). En este contexto, dicha experiencia estaba permeada por la llegada de ritmos afrocaribeños y estadounidenses que pasaron a formar parte de la sonoridad de las ciudades⁶.
Ya para la década de 1940, el cine, la radio y las nuevas tecnologías como el fonógrafo, el disco y la rocola, pusieron en circulación de músicas a escala mundial y el disfrute de los nuevos ritmos se popularizó (Blanco, 2010, p. 361). Bajo esas circunstancias, muchas familias anhelaban la adquisición de tocadiscos, pero solo unos cuantos pudieron costearlas tras muchas horas de sacrificio y ahorro; eso abrió la posibilidad de generar una demanda popular y fueron puestas en renta para animar eventos sociales en la vía pública, como alternativa más accesible, monetariamente hablando, a los bailes que se realizaban en los grandes salones. Así, la calle se retomó como espacio festivo dentro de la ciudad, como bien apunta Blanco, “el mexicano ya reconocía esa forma de expresión pública a través de las posadas, los carnavales y las fiestas regionales de cada pueblo o barrio” (2010, p. 375).
En Puebla, las cosas no se mantuvieron al margen; el señor Ramón Téllez (2014) recuerda que los primeros equipos con los que se trabajaba fueron estéreos de fayuca que llegaban a la seis poniente, al mercado de la Victoria, en donde antes se comercializaban este tipo de mercancías, alrededor de 1960. Con ellos, se amenizaban las fiestas transformando las vecindades y las calles en salones de baile tras cada ocasión requerida.
Paulatinamente, al igual que en el Distrito Federal, los sonideros fueron adquiriendo equipos más sofisticados, ganaron renombre y se convirtieron en opciones de divertimento popular tras ofrecer nuevas sensibilidades con el uso de nuevas tecnologías de luz y sonido, alejándose de las celebraciones familiares y constituyéndose como espectáculos independientes. Tal es el caso de los sonidos Samurai de Miguel Martínez (ϯ), Fantasma de César Juárez y Fania 97 de Omar Rojas, cuya popularidad se equipará a otros que han forjado la historia de esta cultura dancístico-musical a nivel local, regional y nacional.
Derivado de ello, los bailes que se organizaban esporádicamente se fueron haciendo periódicos y con el paso de los años, los espacios donde se manifiesta la práctica se han ido fijando como recintos sonideros; ejemplo de ello, la Plaza Los Gallos, ubicada a unas cuadras de la central camionera.
Es menester agregar que, derivado de la popularidad de este género, germinaron grupos de músicos que decidieron abandonar la ejecución de otros ritmos para componer cumbias que, con la base del teclado, emularan el estilo de los sonidos, se acompañarán de coreografías realizadas por un cuerpo de baile y de letras que tocaran temas propios del contexto local⁷. Así surgen grupos como Los Chicos Aventura, Klasikeroz, La Cumbia, Maravilla, Los de Akino y La Fama de Rosete, entre otros. Se debe mencionar que, la relación entre estos grupos y los sonideros es estrecha y en dos vías; los sonideros integran las composiciones de los grupos en sus tocadas y los grupos retoman piezas que los sonideros hacen famosas en sus presentaciones.
La música sonidera toma como base rítmica la cumbia además de otros géneros como el porro, la guaracha, el guaguancó, el vallenato, la cumbia villera, la rumba, el son y la salsa. Durante el evento, los sonideros crean piezas musicales nuevas en cada presentación; estas pueden acelerarse o rebajarse⁸, extender su duración o adornarse con efectos que incluyen el nombre del sonido y su slogan. Asimismo, para personalizar las piezas, el locutor desde su micrófono emite sus comentarios y da lectura de los saludos que el público le hace llegar en pancartas improvisadas, por mensaje de texto o vía WhatsApp. Blanco enfatiza que “los saludos son incluso a veces más importante que la música para los asistentes” (2010, p. 367) ya que entre saludo y saludo se critican temas de la vida pública y se sensibiliza a los asistentes al hacerlos protagonistas del evento. Además, entre pieza y pieza es común escuchar otros ritmos o canciones de moda de géneros electrónicos o reggaetón.
Para los sonideros, en la consola se crea y se improvisa, nunca habrá dos toquines⁹ iguales. Estas características son las que diferencian la cumbia sonidera de las cumbias comerciales; la cumbia sonidera se personaliza, es única.
Entre la gente sonidera existen clasificaciones que permiten distinguir las cumbias con base en el ritmo y la velocidad de la pieza. Localmente se distinguen tres tipos de cumbia: a) las poblanas, piezas de melodía lenta con letra que, por su poca variabilidad, no permite realizar secuencias complejas de baile; b) las peruanas, de esencia andina, con letra y un tempo acelerado y constante; por último, c) las peñoneras¹⁰, consideradas las mejores para bailar ya que, por sus constantes cambios de ritmo y velocidad, permiten a los bailadores improvisar y realizar más adornos¹¹. Coreográficamente, la rueda¹² es la figura distintiva y puede haber varias revelándose al mismo tiempo. Si los bailadores son buenos se abre rueda y los asistentes poco a poco se colocan alrededor, formando un círculo para observar la destreza corporal de la pareja.
En un baile sonidero no existen reglas sobre cómo interactuar dancísticamente. Puede haber parejas, tríos, o grupos mixtos sobre la pista, lo principal es saber bailar bien. Edad, género, clase social y preferencia sexual, pasan a segundo término, lo que verdaderamente importa es el dominio del estilo sonidero. Este estilo no es nada sencillo; la técnica es bastante peculiar y está basada en mantener el círculo de fuerza entre la pareja para poder establecer una comunicación que no requiere del habla sino de la atención a los gestos corporales. La técnica sonidera es algo que se explora en la vivencia del sonidero, observando y bailando en la calle. No hay más.
A manera de conclusión, es importante seguir reflexionando sobre el papel que esta cultura musical y dancística ha representado para el devenir histórico de la Ciudad de Puebla. No solo se trata de una expresión popular pasajera, su análisis permite reconocer una compleja red de relaciones, prácticas y formas que entretejen tecnología, sociedad, música y danza. Reconocer su valor como parte de nuestro patrimonio, abre la puerta a mirar la historia desde otro enfoque, uno que tal vez suene a cumbia.
Ricardo Campos Castro. Etnocoreólogo con especialidad en Estudios de las Tradiciones por el Colegio de Michoacán. Profesor-Investigador de Tiempo Completo de la Licenciatura en Danza de la UAEH. Sus líneas de investigación se centran en las prácticas de Carnaval y en el estudio de las culturas dancístico-musicales tradicionales y urbanas de México.municipales, estatales y federales.
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