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Dossier

¿Por qué es importante salvaguardar el patrimonio cultural inmaterial del Centro Histórico de Puebla?

Carlos J. Villaseñor Anaya

Cuando un domingo cualquiera, la abuela prepara el arroz para la comida familiar, hace uso de los conocimientos, las técnicas, los saberes y ritos que le han sido heredados de generación en generación, a lo largo de muchos años. Esos saberes que entran en juego van desde conocer cuál arroz escoger, cómo remojarlo, escurrirlo y freírlo, hasta en qué momento vaciar el jitomate recién molido y colado, con su cebollita, ajo y sal, e intuir el instante preciso en el cual se deben añadir los chícharos y después las zanahorias, porque esas se cuecen más rápido. Una vez que hierve, la abuela le baja a la lumbre, lo tapa y lo persigna. Sabe que, a partir de allí, ya no le debe mover porque se bate. Cuando le queda poquita agua, lo apaga y lo deja reposar para que quede buenísimo, como le gusta a la familia.

 

"Las cosas no se ven como son. Las vemos como somos" 

Hilario Ascasubi (1805-1875), poeta argentino

 

Ese arroz que hace la abuela, junto con el mole, unos frijolitos de olla y unas tortillas de mano, es un suculento motivo para reunirse y, también, un ritual que nos hace saber que estamos en casa y que somos familia. Está claro que ha hecho muchas veces arroz para la comida, pero sabemos que, en cada ocasión, ha sido el mismo arroz de la abuela. Un poco como el río de Heráclito que, aunque sus aguas se renueven constantemente, sigue siendo el mismo río. Lo sabemos porque, cada vez, la abuela echa mano de los mismos saberes que ha apropiado a lo largo de su vida, pero, sobre todo, porque esa combinación de conocimientos y técnicas sigue produciendo el mismo efecto de atraer, reunir y cohesionar a la familia.

   También es alrededor de esa comida tradicional que conversamos y comunicamos los valores que compartimos como grupo humano familiar, que conocemos de nuestro pasado común y construimos un futuro compartido. Nada más piensen ¿cuántas veces se ha servido un arroz rojo para sellar un compromiso matrimonial o para celebrar al santo patrono de ese pueblo que sentimos nuestro? ¿Desde dónde somos capaces de viajar para volver a disfrutar esa emoción de estar en casa y, con ello, renovar nuestro sentido de pertenencia? ¿Desde Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Ciudad Neza?

         Me parece importante resaltar que los conocimientos, los saberes, las técnicas y tradiciones que entran en juego para producir un bien cultural no tienen que ser todos de origen local, sino que pueden venir de muchos lugares y de tiempos muy distantes entre sí. Pensemos ahora, por ejemplo, en el Chile en nogada. Este platillo, que es símbolo de lo poblano y de lo mexicano, sería imposible sin los conocimientos para el cultivo de la caña de azúcar que nos llegó del sureste asiático, de la ganadería y la porcicultura, o de las técnicas para el cultivo de la granada, la nuez y la vid, que son de origen europeo, y, desde luego, sin la fértil imaginación culinaria única de las monjas del convento de Santa Clara.

 

Una identidad compartida, 2021. Foto de Carlos J. Villaseñor Anaya.

 

    Por ello, Guillermo Bonfil, en su teoría del control cultural, hace hincapié en la necesidad de fortalecer nuestra capacidad de elegir qué integramos como parte de nuestro repertorio cultural, y qué cosas y saberes entran en juego para su confección. Las bandas de viento, el mariachi, la charrería o la talavera son el resultado de la confluencia de saberes y materiales provenientes de regiones y tiempos muy lejanos entre sí, pero que nos hemos apropiado con mucha voluntad, de manera tal que ahora son indisolubles de nuestro repertorio identitario. Así, lo más importante de todo es que se nos garantice el ejercicio de nuestra libertad cultural, para así estar en condición de elegir aquello que va a conformar el conjunto de herramientas con las cuales pensamos, hacemos y nos expresamos.

    Al igual que sucede con la gastronomía, también en la arquitectura, las artes, las tradiciones, las artesanías y los ritos confluyen conocimientos, saberes, técnicas y expresiones que los hacen ser lo que son y no otra cosa.

    Un ejemplo magnífico de la articulación de bienes culturales inmateriales es la Capilla del Rosario, pues el edificio es la síntesis de la mano de obra indígena y de las técnicas constructivas europeas. Además de formar parte del patrimonio de esta ciudad, la Capilla del Rosario es también una muestra tangible de las ideas que estaban vigentes en ese momento: la noción del bien y el mal, la religiosidad, las jerarquías sociales, las aspiraciones de trascendencia y, quizá, hasta cómo era percibido el orden cósmico en esa época.

 

Religiosos y comerciantes: dos características poblanas, 2021. Foto de Carlos J. Villaseñor Anaya.

 

Espíritu barroco, ¿causa o resultado?, 2022. Foto de Carlos J. Villaseñor Anaya.

 

   Quizá por cotidianos quedan de alguna manera invisibilizados, pero la agricultura y los conocimientos sobre la naturaleza son también el resultado de la confluencia de saberes de la especie humana. ¿Qué sucedería si en la región de Puebla-Tlaxcala se perdiera el conocimiento del cultivo y procesamiento del amaranto? ¿Cómo salvaguardar el conocimiento de los graniceros y venteros de las faldas del Popocatépetl? ¿Cómo heredar de una generación a otra los conocimientos de la herbolaria local? ¿Qué pierde la humanidad cuando esos saberes se dejan de heredar de una generación a otra, para siempre?

    Hasta hace muy pocos años, ese frágil Patrimonio Cultural inmaterial no contaba con reconocimiento internacional ni con mecanismos jurídicos para facilitar su transmisión y supervivencia, de generación en generación. Es hasta la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura UNESCO, de 2003, que, por primera vez en un instrumento internacional, se define jurídicamente lo que es el Patrimonio Cultural inmaterial y se establecen las bases para su salvaguardia. Así, en su artículo 2º, nos dice lo siguiente:

se entiende por ‘patrimonio cultural inmaterial’ los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas —junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes— que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana.

 

La danza que se recrea en cada ocasión, 2021. Foto de Carlos J. Villaseñor Anaya.

 

   He destacado algunas frases de la definición con objeto de hacer énfasis, primero, en que el Patrimonio Cultural inmaterial no depende de una declaratoria externa, sino que basta que las comunidades lo reconozcan como tal para que adquiera esa categoría. El único límite que impone la Convención es que deben ser expresiones respetuosas de los derechos humanos. Esto es relevante en la medida en que la comunidad conserve siempre el control cultural de los que reconoce como parte de su patrimonio. ¿Puede un Decreto determinar u obligar a la abuela a hacer el arroz de la manera auténtica?

     En segundo lugar, la definición nos dice que el Patrimonio Cultural inmaterial es recreado constantemente, en función de la historia y el entorno. Es decir, no hay una versión “original” del patrimonio inmaterial, sino que este se va adaptando a las necesidades del grupo. No se recuerda a los muertos de la misma manera que se hacía hace cien años, pero indudablemente seguimos practicando ritos funerarios tal y como lo hicieron nuestros antepasados.

   En tercer lugar, la práctica de esos usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas que compartimos con nuestra comunidad, nos infunde un sentimiento de identidad y continuidad, que nos da centro, sentido de pertenencia y estabilidad emocional. Formar parte de una banda de viento o de una cuadrilla de huehues va mucho más allá de la música o del baile.

    Si bien es cierto que la Ley General de Cultura y Derechos Culturales obliga al municipio a coadyuvar con la salvaguardia comunitaria del Patrimonio Cultural inmaterial, lo más importante es que cobremos conciencia de que son los usos, las representaciones, las expresiones, los conocimientos y las técnicas que compartimos lo que nos da una identidad como habitantes de la capital y de su Centro Histórico, que nos cohesionan y le dan un sentido específico a nuestro desarrollo.

    ¿Seguiríamos siendo lo que somos sin los mercados, sin los rituales religiosos, sin los carnavales, sin las paletas del Carmen, sin el barrio de la Luz, sin las pelonas y las chanclas, sin los dulces y las panaderías?

    Es por la evidente importancia que tiene para nuestra identidad que, a partir de este número de la Revista Cuetlaxcoapan, buscamos explorar cómo, desde el Centro Histórico, podemos coadyuvar con la salvaguardia comunitaria del Patrimonio Cultural inmaterial, ya sea a través del inventario, el registro de expresiones, la realización de exhibiciones o la elaboración de planes especiales de salvaguardia, pues queremos garantizar que el alma cultural de nuestro Centro Histórico, y de la ciudad edificada a partir de sueños, se siga revitalizando de generación en generación.

 

Sobre el autor

Carlos J. Villaseñor Anaya. Especialista internacional en políticas culturales para el desarrollo sostenible. Preside Interactividad Cultural y Desarrollo, organización no gubernamental reconocida por la UNESCO, donde también funge como asesor externo, así como en la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB).