Ángeles Mastretta
¿La llamamos Puebla de los Ángeles o Puebla de Zaragoza? No sé. Hasta en eso hemos sido caprichosos y ambivalentes respecto de nuestra ciudad.
La llamamos según vamos queriendo.
Yo, que soy más drásticamente laica y liberal que Benito Juárez, creo que el general Zaragoza cumplió su deber con heroísmo y, por fascinante que me parezca la leyenda, no creo que los ángeles trazaron las calles de nuestra ciudad. Sin embargo, creo que primero en tiempo es primero en derecho y que esta ciudad se llamaba “Puebla de los Angeles” cuando el benemérito Zaragoza nos hizo el favor de protegerla, sin pedir nada a cambio, cumpliendo su deber sin la pretensión de ganarse un lugar en la lista de nombres encimados que llevan los lugares por los que pasa nuestra historia.
Mal no sólo de aquí, sino del tiempo y de otros sitios. Nombres tan raros como San Andrés Chalchicomula o la calle de Niño Perdido, se han quedado en el aire a cambio de nombres como Ciudad Serdán y el Eje Lázaro Cárdenas. Como si no hubiera horizontes sin nombre a los que dar los nombres de nuestros nuevos mitos, nuevas leyendas, nuevos próceres.
“Puebla de los Ángeles” la llamaron quienes tuvieron la ilusión de fundarla, quienes, bajo el espíritu aventurero y valiente del Renacimiento, creyeron en la belleza de este valle, en la docilidad de su agua, en la maravilla de sus montañas; quienes quisieron cobijar aquí sus vidas y las de sus hijos, su idea del mundo, su música, su sofisticado conocimiento arquitectónico, sus emociones y la herencia del mejor occidente que haya existido: el que aceptó y bendijo la mezcla de las razas más distintas como parte y esencia de la suya.
Cumplido el requisito de mencionar nuestra alcurnia, qué más da el apellido que le pongamos a nuestra ciudad, qué más da la filiación que le va y le viene según el ánimo de quienes la gobiernan y quienes la viven. Nuestra ciudad tiene un nombre sonoro, hecho con un diptongo, tres vocales y tres consonantes. Hermoso nombre: Puebla.
Qué más da si fue de los ángeles, es de Zaragoza o es de cualquier otra leyenda a la que nuestro ánimo quiera acogerse. Lo importante es saber qué tanto nos da, qué tanto nos importa nuestra ciudad: Puebla.
Yo digo que tengo reverencia por este lugar.
Tanta pasión y reverencia como tienen ustedes y muchos otros.
Tengo también, como tantos, a la hora de la hora, a la hora de defenderla, a la hora de cuidar sus calles y sus árboles, la paz entre su gente, el silencio de su noche y el aire limpio de sus madrugadas: tengo miedo, tengo flojera, tengo ausencia y dejadez y falta de tiempo y ganas de no pelearme y encierro en mis pequeñas cosas y olvido.
Creo que todo poblano debe considerarse bien nacido porque nació en esta ciudad que un día fue clara, y siempre es generosa, porque sigue abrigándonos a pesar de la terquedad con que nos empeñamos en lastimarla.
No hemos cuidado bien lo nuestro.
¿Para qué presumimos?
Hace quién sabe cuánto tiempo que no tenemos vergüenza, ni suficiente amor como para no dividirnos entre ángeles y Zaragozas las culpas y los desastres, los bienes y parabienes que hacemos con la estirpe de nuestra ciudad. Y no conseguimos ponernos de acuerdo.
Desconozco si los fundadores estaban de acuerdo en todo lo que hacían, es probable que no, pero sé que lograron acordar lo que hemos olvidado nosotros: la gran idea renacentista de que en esta ciudad ni los extraños pudieran perderse porque su perfecta cuadrícula dividía las calles en las del norte, las del sur, las del este y las del oeste. Eso les quedó bien. Ahora hasta en eso tenemos un caos. Cada fraccionamiento es una encrucijada de nombres redondos y destinos indescifrables. Lo transitan autobuses, taxis y automóviles de cualquier ralea, en un desorden y haciendo un ruido que haría palidecer del miedo al mismísimo Alonso Martín Partidor y a cualquiera de los otros fundadores nuestros.
Las siete condiciones de la ciudad ideal de Platón estuvieron entre los sueños y en mucho de lo que hicieron realidad quienes fundaron Puebla.
También fue una idea sabia fundar la ciudad cerca del río. Casi todas las grandes ciudades giran en torno a la vida de un río. Imposible pensar en Roma sin el Tíber, en París sin el Sena, en Londres sin el Támesis, en Nueva York sin el Hudson, en Sevilla sin el Guadalquivir.
Nosotros, a falta de uno, teníamos dos ríos. ¿Qué hicimos? Entubamos el preclaro río San Francisco que pasaba aquí muy cerca. Hubiéramos podido ir andando por su vera si no lo hubiéramos ensuciado hasta desecarlo; y hemos vuelto negras y pestilentes las aguas del río Atoyac. Algunas de nuestras catástrofes naturales: los ríos y arroyos retomando su cauce a la brava, las hemos provocado nosotros.
Hace no mucho, teníamos el agua de una presa llamada Valsequillo que nuestros hijos no alcanzaron a conocer sino como algo negro que podríamos llamar hidrógeno, porque el oxígeno 2 lo perdió el lago por ahí de los años setenta del siglo pasado. Aniquilamos lo que otros construyeron con el esfuerzo y el estruendo y el costo de una obra mayor. Y así. El jardín de las Trinitarias lo convertimos en explanada y el arroyo de Sanaca, en calle. Así... Por ejemplos no iba yo iba a parar.
Ni modo, dirían muchos: las ciudades crecen, el mundo progresa, la libertad de empresa conlleva desastres.
¡Aleluya! Vamos a decir que sí. ¿Y qué más?
Igual que la anterior generación se permitió tirar edificios bellísimos como el Palacio de Micieses y parte de la casa del Deán para construir monstruos como el cine Reforma y el cine Coliseo, mi generación se ha permitido ver cómo en sus narices una zona destinada a reserva ecológica se convirtió en centro comercial. ¿Ni modo? Vamos a decir que ya pasó así y que qué hacer. Ya vimos grandes películas en esos cines y fuimos felices bajo esos adefesios, ya compramos con toda placidez en las nuevas tiendas, y vivimos bien en los fraccionamientos construidos sobre la tierra que se expropió barata a unos campesinos a los que no se invitó al negocio.
Hay esperpentos por todas partes, construidos con toda clase de esfuerzos. Lo mismo por los defensores de los ángeles que por los fieles de Zaragoza. Ahí están por un lado la iglesia del Cielo en el cerro de la Paz y por el otro el monumento de los cañoncitos en el fuerte de Loreto. Ahí están los ángeles de fibra de vidrio que asustan en el nuevo túnel y las unidades habitacionales señoreando el cielo con todos los tinacos negros que es posible poner juntos.
Hemos hecho mil barbaridades, nos hemos peleado al grado de que en 1909 había en la ciudad noventa clubes antirreleccionistas y en 1910 no pudo salir de entre ellos un candidato a gobernador por el nuevo régimen.
Es probable que hayamos empezado desde antes: en el siglo diecisiete, un obispo hostilizó a las monjas que vivían encantadas en sus conventos, sin que nadie las mangoneara, y no paró hasta rendirlas por hambre.
Y así. ¿Quién entregó a los hermanos Serdán? ¿Y quién a las monjas de Santa Mónica? ¿Quién ayudó a desbaratar el centro de la ciudad en los años cuarenta? ¿Y quién empezó la guerra entre la Universidad Autónoma de Puebla y la otra mitad de Puebla, en los años sesenta? ¿Quiénes, con qué legitimidad, expropiaron los terrenos que están bajo las nuevas y chuecas avenidas en lugar de invitar a sus dueños a unirse a un proyecto que no necesariamente estaba mal? ¿Quiénes?
Nosotros: poblanos de un lado y poblanos del otro.
Cómo y cuánto nos hemos peleado. Cuánto y cómo hemos destruido.
Pero también, por fortuna, hay que decirlo, porque no se vale mencionar sólo nuestros errores, también cuánto y cómo hemos conseguido acordar. ¿Quién construyó la fachada de San Francisco? ¿Quién la plaza de Santo Domingo? ¿Quién la fuente de San Cristóbal? ¿Quién el mercado de la Victoria? ¿Quién la estación del ferrocarril? ¿Quién la plazuela de los Sapos y el auge de los bazares? ¿Quiénes las fábricas de hilados y tejidos? ¿Quién la Biblioteca Palafoxiana? ¿Quién la laguna de San Baltazar? ¿Quién construyó el edificio Carolino y quién lo recuperó y lo mantiene? ¿Quién el Teatro Principal? ¿Quién arrulla con su fiebre a los volcanes y llena los nuevos bares y acoge a quienes llegan de otros sitios? Nosotros, también por fortuna, nosotros, poblanos de uno y otro lado. Poniéndonos de acuerdo, recordando nuestro origen y ocupándonos en mejorar nuestro destino. Creo que estamos a tiempo. Cuánto y cómo podemos reconstruir, recuperar, volver a fundar. Cuánto nos falta por hacer.
Puebla ha sido elegida patrimonio de la humanidad. No sin razón. Esta ciudad es una maravilla y, a pesar nuestro, pero también por causa nuestra está llena de personas excepcionales.
Sí hay razones para celebrar la fundación de esta ciudad, la rara fundación de una ciudad que no atropelló las construcciones y los templos de otras culturas para cimentar su esperanza, la voluntariosa fundación de una ciudad que desde sus orígenes fue un crisol y hasta la fecha está empeñada en serlo.
A pesar de nuestra mala fama, los poblanos tenemos una prodigiosa habilidad para integrar. Yo soy nieta de un emigrante y ¿cuántos aquí no lo somos? Hasta en la comida. Las chalupas tienen jitomate, puerco y maíz. Son una mezcla. Los tacos árabes, tienen carne y tortilla de harina, desde en el nombre está su mezcla. El mole y los chiles en nogada son la quinta esencia de nuestra enorme destreza para mezclar, integrar, crear alianzas.
No las desprestigiemos, mucho menos las neguemos. Esta nuestra ciudad no puede encaminarse sin remedio al desorden y la suciedad, a la devastación de su ambiente, la desaparición de sus parques, el descuido en sus necesidades de agua, el abandono de su gente más pobre en lugares a los que después resulte imposible llevar los servicios más elementales. No puede seguir caminando hacia convertirse en el monstruo indomable que es ya la Ciudad de México.
Puebla, de los ángeles, Puebla de Zaragoza, Puebla nuestra, merece que la tratemos con cuidado, merece que protejamos su centro histórico, su aire, la convivencia entre sus habitantes, sus parques, su agua, sus árboles. Merece que seamos capaces de vivirla con regocijo, puestos todos los días en la búsqueda del mismo afán con que fue creada.
Dejemos pues que la belleza nos acompañe.
Que la belleza nos acompañe no sólo a invocar nuestro pasado, sino a recrear y bendecir nuestro presente.
Ángeles Mastretta. Escritora y periodista poblana conocida por crear personajes femeninos sugerentes y ficciones que reflejan las realidades sociales y políticas de México.