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Patrimonio Cultural Mexicano

De plazas y rituales en la Ciudad de Puebla y la Ciudad de México

Patricia Ledesma Bouchan

El humano es uno de los seres más complejos de este planeta. A lo largo del tiempo, se las ha ingeniado para modificar su apariencia, su entorno y la forma en que se relaciona con sus semejantes; modificaciones que no siempre tienen que ver con la supervivencia biológica de la especie. Sin embargo, a pesar de tanta variabilidad, diferencias y divergencias, existen elementos que nos son comunes a todos, por más distancia espacial o temporal que exista, a lo que normalmente nos gusta llamar “naturaleza humana”.

    Cuando observamos la composición urbanística de las ciudades, podemos ver que la gran mayoría se agrupa en torno a una plaza. Grandes espacios abiertos, normalmente ubicados en una superficie plana y rodeados por los edificios principales o elementos arquitectónicos, resguardan la identidad de dicha sociedad.

   La dupla "plaza-edificio" principal es muy común en los sitios arqueológicos mexicanos: prácticamente es una pareja indivisible. Lo que conocemos como pirámides, se tratan de edificios religiosos en los que se resguardaba a alguna deidad en las capillas que las coronaban. Normalmente, en las pirámides más altas o centrales, se albergaban a los dioses tutelares de cada pueblo.

     Sin embargo, el espacio en el que se congregaba la población para ser testigo y partícipe de las ceremonias religiosas y políticas era abajo, en la plaza. Son pocos los visitantes a los sitios arqueológicos que se detienen a mirar las piedras que conformaban los pisos prehispánicos y reflexionan que están precisamente en el espacio en el que la gran mayoría de las mujeres y hombres del pasado se reunían.

   Eran pocas las personas —tradicionalmente los sacerdotes especializados— quienes tenían el privilegio de ascender por las pirámides, ya que se trataban de espacios sagrados. Desafortunadamente, es por ello que las pirámides han sufrido un acelerado desgaste a últimos tiempos, ya que no estaban diseñadas para resistir el paso de grandes cantidades de personas al mismo tiempo.

    La filóloga e historiadora Jane Ellen Harrison, realizó un interesante estudio respecto al desarrollo del ritual y el arte, así como su consiguiente materialización arquitectónica en plazas y escenarios teatrales. Al utilizar a los griegos clásicos como ejemplo, se remonta a un origen lejano en el que los humanos se reunían y realizaban ceremonias colectivas de bailes y rituales.

    Echando mano de la orografía natural, se utilizaban espacios amplios y poco accidentados. Inicialmente, la responsabilidad del ritual recae en todos los miembros de la comunidad, mientras que los espectadores se reducían a aquellos impedidos social o físicamente para participar y que se tenían que conformar con mirar a la distancia.

    No obstante, nos encontramos aquí con seres que, lejos de situarse pasivamente ante sus condiciones y esperar que alguna divinidad les resuelva los problemas y tome cartas en el asunto: “En lugar de pedirle a un dios que haga lo que quiere que se realice, él mismo lo hace o lo trata de hacer, en lugar de plegarias dice conjuros [...] Cuando ha de salir de cacería y atrapar a un oso, no le pide a su dios la fuerza para engañar y superar al oso, sino que ensaya su caza en una danza del  oso”.1

    El tiempo pasa, las sociedades se vuelven más complejas y en algún punto del camino se decide que ya no será toda la comunidad, sino un grupo selecto de personajes quienes se harán cargo de los rituales. El resto de la comunidad se volverá espectadora.

 

Litografía del escenario dramático y ritual de la ciudad de Epidauro, Grecia. Tomado de Harrison, 2013, p. 106.

 

    Este cambio se logra ver en los escenarios primitivos de las representaciones dramáticas, en las que el lugar donde se recrean las ceremonias se vuelve más pequeño y cuenta con espacios privados, mientras que los de la audiencia aumentan. De igual forma, religión y representación artística se separan. Evidentemente, estos cambios se dieron a lo largo del tiempo y con grandes variaciones entre las culturas. Para nuestro mundo me- soamericano, hasta 1520, los rituales, si bien se realizaban por un grupo altamente especializado de sacerdotes, contaban con la participación activa de la comunidad durante los preparativos y al momento de congregarse en la plaza. Los espectadores realizaban bailes, cantos o plegarias colectivas en determinadas ceremonias.

 

Reconstrucción hipotética del Templo Mayor de Tenochtitlan. Al pie del templo se congregaba la comunidad para formar parte de los eventos políticos y religiosos. Imagen tomada de López Austin y López Luján, 2017, p. 344.

 

     En la antigua Tenochtitlan, por ejemplo, se sabe que, dentro del recinto sagrado, se ubicaban más de setenta templos y plataformas, entre las que destacaba el famoso Huei Teocalli o gran casa del dios. Este Templo Mayor, que superaba los 40 metros de altura, albergaba las capillas del dios patrono de los mexicas —Huitzilopochtli— y el dios Tláloc. Además, contaba con un pequeño espacio al frente en el que se realizaban los rituales más importantes para esta cultura.

    Se sabe, gracias a las fuentes históricas, que desde la plaza enfrente del Templo Mayor los fieles eran parte de las principales fiestas religiosas, pero también era donde se daba cuenta ante la comunidad del cambio de poder. Ahí se notificaba públicamente la muerte del tlatoani y, días después, se recibía al sucesor; incluso llegó a ser el espacio donde se resguardaba la población en casos de emergencia. De esta forma, podemos comprender cómo ambos elementos se complementan: mientras que el edificio convoca, la plaza acoge a la comunidad, en particular, durante los eventos de mayor relevancia social y política.

   Hay interrogantes sobre si la distancia que nos separa del mundo mesoamericano o griego y la pérdida en la actualidad de los rituales, en particular los religiosos, podría implicar la desaparición de las plazas. El filósofo coreano Byung Chul Han ha reflexionado sobre el tema. Subraya que los rituales han ayudado a los hombres a organizar su percepción y sus actividades en el tiempo.

    El participar —activa o pasivamente— en ceremonias que se repiten cíclicamente nos había permitido formar “diques” en el flujo del tiempo. Ahora que esos diques cada vez son menores, el tiempo al parecer se ha desbordado, lo cual ha provocado una falta de dirección y sentido, pero a la vez se logró liberarnos de teleologías e imposiciones en las riendas de nuestro destino.

    Las ciudades modernas se alejan cada vez más de las actividades agrícolas, por lo que se pierde el sentido e interés en prevenir o celebrar determinados ciclos estacionales. Sin embargo, existe aún un evento relacionado con la cuenta del tiempo, que sigue logrando convocar a grandes multitudes en las plazas de distintas ciudades. Los cambios de año, que son una medida artificial consensuada por muchos países y que incluso se ha tenido que ajustar, siguen siendo de los eventos favoritos en los que se reúnen propios y extraños para celebrar y dar testimonio del acontecimiento.

 

Los restos de la antigua plaza tenochca a los pies de su Huei Teocalli. Zona arqueológica del Templo Mayor, Ciudad de México. Fotografía PLB.

 

    Ahora que los poderes político, económico, jurídico y religioso están separados en distintas personas, los espacios donde se realizan los eventos principales de estas autoridades se han diversificado: algunos, como los judiciales, incluso se han restringido. Aquellos que perviven en las plazas principales son los políticos y económicos, mayormente. En ellas se realizan ceremonias cívicas, se congregan las personas para realizar protestas y demandas sociales, además de llevarse a cabo actividades propias del intercambio mercantil y, en tiempos de guerra, son los espacios simbólicos que deben ser defendidos.

    Además de estas acciones, es relevante subrayar una más que nos vincula con nuestros ancestros: las plazas son lugares de encuentro y recreación. Son espacios donde se conocen y reconocen las comunidades, a las que asistimos para vernos y dejarnos ver, donde podemos pasear y los más jóvenes incluso para buscar pareja.

    La arqueología nos ha enseñado que la forma en que habitamos los espacios no ha sido igual y, que incluso, se ha modificado a pasos agigantados en últimas fechas. De acuerdo con los estudios en zonas habitacionales sabemos, por ejemplo, que los hogares anteriormente eran espacios donde las áreas de descanso, alimentación y aseo eran compartidas por los integrantes de las familias.

    Además, eran reducidas en sus dimensiones; incluso, se utilizaban los mismos espacios para varias actividades: se comía de día en un sitio y por la noche se desenvolvían los petates para dormir. El que hubiera habitaciones tan reducidas implicaba que la vida cotidiana se realizaba al exterior; precisamente, el tiempo pasaba mayormente en los lugares de encuentro común: plazas, mercados o los lugares de trabajo.

Plaza principal de la ciudad de Puebla. Fotografía cortesía de Manuel Villarruel.

 

  En cambio, ahora, el pensamiento moderno que privilegia la libertad, individualidad y autonomía ha generado la demanda de tener cada vez mayores espacios individuales y separaciones al interior de los domicilios. A pesar de que en nuestros hogares se puede realizar casi cualquier tipo de actividad laboral o de reproducción, seguimos saliendo a las calles y nuestras plazas para socializar.

    El psicólogo húngaro Mihály Csickszentmihalyi (2004) ha detectado que las actividades colectivas en las que se congrega un gran número de personas con fines pacíficos realizadas al unísono, son capaces de generar en nosotros altos niveles de bienestar emocional. Hay que pensar, por ejemplo, en cómo en las sensaciones al salir de un concierto musical o de un evento deportivo.

   Es por ello que se destinan grandes cantidades de recursos y esfuerzo para mantener en buenas condiciones nuestras plazas, ya que son el reflejo de nuestra sociedad: son los espacios donde nos encontramos, identificamos y reunimos para realizar actividades que nos producen bienestar. Por este motivo, debe ser una responsabilidad de todos su cuidado y conservación.

 

Plaza de la Constitución, Ciudad de México. Fotografía PLB.

 

    La riqueza histórica de un país, de una ciudad y de una comunidad deja su huella en las plazas públicas que generosamente nos han recibido y cobijado durante años y a través de las generaciones. No es gratuito que tanto la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México —conocida popularmente como Zócalo— y la plaza principal de la ciudad de Puebla hayan sido reconocidas como patrimonio cultural no solo nacional, sino del mundo por la UNESCO. Son herencia material viva de nuestro trayecto histórico y también promesa de lo que podemos llegar a ser.

 

 

Sobre la autora

Patricia Ledesma Bouchan. Maestra en Arqueología por la ENAH, universidad donde imparte clases a alumnos de las licenciaturas de Historia y Arqueología. Es titular del Museo del Templo Mayor del INAH desde 2015.

 

Bibliografía

  • Csickszentmihalyi, M. (2004). Good business: Leadership, flow and the making of meaning. Nueva York: Penguin Books.
  • Han, B.-C. (2020). El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Barcelona: Herder.
  • Harrison, J. E. (2013). Arte y ritual antiguo. (A. Saborit, Ed.) México: Ediciones del Museo Nacional de Antropología-INAH.
  • López Austin, A., y Lopez Lujan, L. (2017). Monte sagrado, Templo Mayor. México: INAH-UNAM-IIA.

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  1. Harrison, "Arte y ritual antiguo", p. 32.