cabecera_fuente
Dossier

El obelisco de la Plaza Mayor de Puebla; impronta egipcia en el Virreinato

Manuel Villarruel Vázquez

Fundada un 16 de abril de 1531, la precursora ciudad novohispana de Puebla de los Ángeles, se empieza a trazar mediante un ejercicio de “tirado de cordeles”, iniciando probablemente con la concepción del vacío que daría lugar a la Plaza Mayor o Plaza Pública1. Dicho espacio central de la ciudad, posteriormente, sería denominado Zócalo, por referencia al nombre usado durante el siglo XIX para designar a la Plaza Mayor o Plaza de la Constitución de la Ciudad de México; dicho nombre provenía del cimiento, base o Zócalo forjado para la construcción de la Columna de la Independencia, la cual finalmente se edificó sobre el trazo del futuro Paseo de la Emperatriz, hoy Paseo de la Reforma. Por razones similares, a la Plaza central de Puebla se le empezó a conocer con el nombre de Zócalo.

    El Zócalo poblano ha sido, desde el siglo XVI, el centro neurálgico de la vida de la ciudad; escenario de hechos históricos y crisol de la evolución de nuestra entidad. En éste, se han plasmado los anhelos, deseos y visiones sociales y políticas en diferentes épocas. En esta edición de la revista Cuetlaxcoapan, se aborda esta Plaza Mayor desde diferentes puntos de vista, incluido el estudio arqueológico que especialistas del INAH, como Sergio Suárez y Manuel Melgarejo, entre otros, han dado a conocer, como los recientes hallazgos en el mencionado Zócalo angelopolitano. Una de esas visiones culturales es la referente a la impronta clásica, barroca y orientalista para la creación de un obelisco: columna monumental que fue construida durante el siglo XVIII para recibir la imagen de su majestad, Carlos III, rey de España y de las Indias. Dicha estructura vertical de cantería sería construida emulando las llamadas agujas egipcias que los faraones hicieron en los templos a orillas del Nilo.

    En esta epopeya, como las de los antiguos héroes homéricos, confluyen mitos, historias de paz y guerra, modelos arquitectónicos y también los deseos inmanentes en los seres humanos de ver perdurar las instituciones y las obras en el tiempo; quizás por ello encontraremos razonable la idea de utilizar el canon egipcio como el mejor ejemplo para que la gloria de un imperio rebase los límites de la eternidad.

  En la Nueva España se conoce la construcción de dos obeliscos casi contemporáneos: el famoso obelisco de Zacatecas, construido en 1724 por el Conde de la Laguna, José de Rivera Bernardez en la Plaza Principal o “Plaza de la Pirame”, junto a la Catedral, y dedicada al soberano español Luis I; dicho elemento estaba decorado en sus cuatro caras, por ornamentos y jeroglifos egipcios. El segundo obelisco novohispano al que nos referiremos es evidentemente el erigido en 1763 en la Plaza Mayor de Puebla, en honor a la coronación de otro monarca, Carlos III.

 

Imagen dentro del libro "Obelisco que en la ciudad de la Puebla de los Ángeles: celebrando la jura de nuestro rey, y sr. D. Carlos III erigió el nobilissimo, y leal gremio de sus plateros". Impreso en Puebla en 1763.

 

    Es significativo que en menos de 40 años se haya erigido otra estructura de influencia egipcia, en una época en que el interés europeo por esta cultura oriental cobraba mayor relevancia, influyendo en los análisis eruditos, en la concepción de la ciencia en ese momento y en las artes edilicias y decorativas.

   Los obeliscos son estructuras verticales que podríamos describir como una columna con forma de basamento prismático o de aguja, donde la sección del fuste se hace ligeramente menor en su parte superior; dicha columna de cuatro caras trapezoidales estaba rematada con una pirámide pequeña o piramidión2, el cual estaba a su vez forrado por una lámina metálica llamada “electro”, que reflejaba los rayos solares, produciendo un impacto visual de valor simbólico que reflejaba el mito de la creación y la piedra Benben3. La palabra obelisco es diminutivo de óbelo, aguja en griego; el nombre egipcio para este elemento era Tekhen (txn).

    Los obeliscos generalmente se colocaban en pares, flanqueando la puerta de acceso al templo egipcio y frente al pilono; es decir, tenían una función simbólica por su capacidad de refracción de los rayos solares, pero, al mismo tiempo, generaban un portal que permitía el acceso al espacio sagrado. Esta concepción arquitectónica, como objeto pareado, sería transformada radicalmente cuando se llevó a Europa y se utilizaron como elementos focales, centralizando la composición en un espacio abierto.

    Es necesario recordar que, desde la antigüedad, los grupos humanos tuvieron una especial valoración por las obras materiales, religiosas y filosóficas egipcias; personajes como Alejandro Magno, o Napoleón fueron embelesados por sus características; griegos, cananeos, asirios, romanos, árabes y la cultura europea en general y en diferentes momentos de la historia fueron capturados por la esencia del arte egipcio. Sabemos que en la antigua Roma se establecieron algunos cultos a divinidades egipcias, como Isis, y, de la misma manera, el pensamiento se impregnó de imágenes de este exótico mundo. Los gobernantes romanos apreciaron profundamente la arquitectura y el arte faraónico, y adoptaron el significado solar de las pirámides y de los obeliscos. Para ello, no tuvieron empacho en apropiarse de al menos ocho obeliscos que originalmente se encontraban en los accesos a los templos de culto en Egipto y fueron reinstalados en la Ciudad Eterna; igualmente, mandarían fabricar otros cinco obeliscos más, en las mismísimas canteras egipcias y con artistas que podían representar jeroglifos antiguos, trasladándolos al corazón de la capital del imperio romano.

    Dichos obeliscos fueron utilizados para colocar sobre su cúspide algún elemento relevante, bien una banderola, la imagen de un soberano o el símbolo cristiano, como el de Tutmés III, erigido nuevamente en la plaza de San Juan de Letrán o el célebre obelisco del Vaticano, ubicado al centro de la Plaza de San Pedro. Esta modalidad de reaprovechamiento, junto con la intensa difusión que se hacía de la cultura egipcia, impulsó su constante apropiación en los nuevos modelos edilicios europeos. El arte renacentista se apropió de los modelos clásicos, y el barroco además retomó influencias orientalistas.

     Las pirámides se convirtieron en el primer elemento que se retomó de la cultura egipcia y, junto con esta, el obelisco, elementos emparentados, al menos a los ojos neófitos, que incluso se empezaron a denominar con el mismo nombre4. Poco a poco, la apropiación de motivos y de símbolos creció, de tal suerte que el óbelo se transformó en elemento rector de las plazas públicas hasta constituirse como pieza fundamental de los elementos funerarios europeos.

    ¿Por qué la impronta del obelisco tuvo tantas transformaciones? ¿Por qué el arte egipcio se mimetizó con las ideas funerarias? ¿Cómo llegó a mezclarse con los cánones de arte clásico? Muchas preguntas para una historia que nos remonta varios siglos atrás; lo cierto es que la impronta imperecedera de los monumentos egipcios idealizó la nueva forma de concebir el arte en Europa; o, como señala Margaret Marchiori Bakos, el arte del Egipto antiguo, “debido a sus impresionantes características, es una fuente de inspiración para aquellos que aspiran a memoriales perdurables”5.

    Este interés se alimentaría de los análisis y los viajes a aquel mítico país; se conocían ya estudios como los precursores de Abdal-Laṭīf al-Baghdādī, desde el Siglo XIII, los de Horapolo en el siglo XV, Piero Valeriano en el XVI, o los de Richard Pococke o John Greaves a principios del XVII sobre el antiguo Egipto; documentos que alimentaron la sed por esta cultura. En el siglo XVII, también, un erudito alemán, el padre jesuita Athanasius Kircher, polímata, escritor en diferentes campos de la ciencia, la naturaleza, la mecánica, la música, teología, la física, la vulcanología, las matemáticas, la astronomía, la arqueología, entre otras, fue quizás uno de los más importantes estudiosos de la cultura de los faraones de gran fama en el Virreinato de la Nueva España.

   Kircher inició con la tarea de la traducción de los jeroglifos: con su libro Obeliscus Pamphilius, publicado en 1650, trata sobre la aguja que el emperador Domiciano trajo de Egipto y que después de un periplo por el circo de Rómulo, fue nuevamente erigido en la Piazza Navona en Roma, para conmemorar el jubileo del Papa Inocencio X, intentando ofrecer una interpretación ideográfica de la escritura sagrada; Kircher fue el responsable del proyecto y de la traducción de sus jeroglifos, los cuales quedaron grabados en su base, hoy sabemos, erróneamente. Posteriormente, en su monumental obra editorial, Oedipus Aegyptiacus, publicada en 1654, prosigue con mayor detenimiento, mejores gráficos, comparativas con otras culturas, incluyendo la mesoamericana, la tarea de la interpretación de los textos antiguos egipcios. Si bien no logra una traducción útil, significaría el primer intento por su esclarecimiento, y, con ello, el aumento del interés por esta cultura milenaria.

    El código secreto de los jeroglifos quedaría oculto todavía hasta el siglo XIX, hasta el desciframiento que logra el trabajo minucioso de Champollion6.

    En ese ambiente de interés, llegarían los libros de Kircher a América y a la Nueva España7, impregnando las discusiones entre los célebres sabios como Carlos de Sigüenza y Eusebio Kino, o los textos de Francisco Ximénez o Alejandro Favián.

   Especial resulta analizar la participación de un ilustre poblano, el sacerdote Alejandro Favián, hijo de un comerciante genovés avecindado en la pujante Puebla virreinal, quien, motivado por curiosidad científica, aunque también por una visión personal política, e introducido ante Athanasius Kircher por Francisco Ximénez, aprovechó la oportunidad para relacionarse con el erudito alemán. Así, a través de cartas constantes entre Favián y Kircher durante 1661 y 16748, intercambiaron conocimientos, datos y libros; el padre Favián le enviaba plata y algunos regalos como artesanías regionales o incluso chocolate poblano hasta Europa, a cambio de varios de los libros del sabio alemán y algunos artilugios mecánicos creados también por él. Se sabe por ello que los libros de Ars combinatoria, el Mundus subterraneus, Musurgia universalis o el Magnes sive de Arte Magnetica, entre otros más, fueron enviados a America; así como el Obeliscus Pamphilius y el Oedipus Aegyptiacus, que permitieron su difusión en los círculos educados virreinales. Quizás estos textos pudieron incentivar el magnetismo sobre la cultura egipcia, por lo que la propuesta de creación de un obelisco no sería de extrañar; especialmente cuando esa aguja de cantería sirve para la exaltación artística del soberano en turno.

    En ese ambiente barroco del convulso siglo XVII, de profundos problemas en el viejo continente y trasformaciones con repercusiones en la Nueva España, pero con amplia creatividad y regocijo intelectual, se nutriría la idealización de los elementos creados en el pasado9, que posteriormente su sumaron a la consolidación de la tratadística de la arquitectura clásica10 y a los estudios arqueológicos sobre el antiguo Egipto durante el siglo XVIII, el siglo de las luces11; herederos de esta visión creativa, inspirada en las obras antiguas, serían la construcción del obelisco del rey Luis I en Zacatecas y el de su hermano, Carlos III, en Puebla12.

    Carlos de Borbón, rey de Nápoles y Sicilia, subió al trono de España cuando sus hermanos Luis I y posteriormente Fernando VI, murieron sin descendencia; se convirtió por tanto en Carlos III, llamado también el “Mejor Alcalde de Madrid” por las obras hechas en la capital del imperio. Gobernó España y los territorios de ultramar desde 1759 a 1788. Debido a su coronación, se generó en Puebla la idea de realizar un monumento en su honor, impulsado por uno de los gremios de artesanos más influyentes en la región, los plateros de Puebla.

    El diseño del obelisco, o la “pirámide de los plateros”, como se le denominaba, se componía de tres cuerpos13: el primero de un Zócalo de base cuadrado de 4.2 m de lado y de casi 1.5 m de altura, hecho con sillares de cantería. El segundo cuerpo era la basa de la columna de cuatro caras, de 2.52 m de ancho y de 3.36m de altura; cabe señalar que en el dibujo que se conserva de dicho obelisco se puede apreciar que esta basa era un elemento decorado con molduras de características barrocas en su arranque y remate, roleos de características neóstilas, adornos que se asemejan a veneras y a hojas de acanto y una cornisa comba a manera de frontón curvo; con tan profusa decoración y con las medidas antes señaladas podríamos confundirnos pues parecerían faltas de proporción; no obstante, en la imagen se aprecia que las medidas de 2.52 m X 3.36 m sin duda hacen alusión a las dimensiones extremas del elemento resultando en una pieza bastante proporcionada. El último elemento del objeto sería el obelisco propiamente dicho; esta columna afilada a manera de cuchilla o aguja, tendría una altura de 19.32 m, estaba conformada por una primera sección decorada con molduras y cuatro medallones, uno por cara, que descansaban sobre sendas guardamalletas, elemento característico del barroco novohispano; el resto del fuste del obelisco estaba liso y tan sólo decorado con una acanaladura que remarcaba cada una de sus caras.

    El obelisco contenía cuatro inscripciones, una por cada cara, además de dos epigramas, todo en latín. Se conservan las transcripciones y las traducciones14.

    El obelisco, en vez de su característico piramidión, estaba rematado por la escultura del monarca español a quien se dedicaba la obra: la imagen del rey idealizado en edad joven, erguido y con abundante cabellera, la corona sobre sus sienes y vestido con armadura, de 1.95 m de altura; el fragmento de escultura de Carlos III, que se conserva en el Museo Regional del INAH en Puebla, muestra evidencias de vestigios de pintura en la armadura y de la encarnación de su piel, lo que nos lleva a suponer que era una pieza con colorido que sin lugar a dudas mostraba una obra sumamente plástica que desde el suelo podía apreciarse con gran claridad. La altura total de la obra debería ser de 26.13 m. Tan sólo como referencia, el obelisco de la Plaza de Santa María sopra Minerva en Roma, el cual fue colocado sobre la bella escultura del elefante de Bernini, alcanza una altura de casi 13 m, mientras que el de la Plaza de San Pedro en Roma, incluyendo su basamento renacentista y la cruz que remata el piramidión tiene una altura de 41 m; lo anterior nos permite dimensionar la magna obra poblana que constituyó una proeza de arquitectura en su tiempo.

    Revisando el texto de Obeliscus Pamphili, en los grabados que manda preparar Kircher se aprecian los que podrían ser los trazos de proporción de una columna de este tipo, la cual contiene los tres cuerpos, que, aunque muestra diferencias decorativas, tiene similitud con el obelisco poblano. El canon kircheriano se repite en el Tomo III, página 336 de su publicación Oedipus Aegyptiacus.

 

Escultura original de Carlos III que coronaba el Obelisco del Zócalo. Resguardada en el Museo Regional del INAH. Foto de Eduardo Hernández.

 

    Según relata Efraín Castro Morales, al óbelo poblano le fue desprendida la escultura del rey después de la guerra de Independencia, en 1825, quedando perdida por ciento cincuenta años; después, el obelisco fue objeto de múltiples propuestas e ideas para un destino distinto, como cuando en 1841 se propuso en el Cabildo trasladar el obelisco hacia el Paseo Bravo, para ser sustituido por una escultura dedicada a la América; hubo varios intentos, pero no se logró concretar nada. Sin embargo, la aguja sí fue desmantelada y retirada de la Plaza Mayor y sus diferentes sillares de que se componía fueron resguardados en el antiguo colegio de San Francisco Javier; en 1852 se propuso reensamblar el elemento en el atrio de la Catedral de Puebla, para ser coronado por una imagen de la Inmaculada Concepción, con lo que podemos suponer que aún se conocía la ubicación de las piezas. Este proyecto tampoco se concretó y así llegaría el fatídico año de 1863 y el nuevo sitio de Puebla, perdiéndose los restos de la aguja del rey español, bajo los escombros del colegio jesuita, dañado por la artillería de otro monarca europeo, Napoleón III.

     Gracias al empeño de don Efraín Castro, en 1975 se logró ubicar y recuperar el último vestigio del obelisco: un fragmento casi completo de la escultura de Carlos III. Dicha imagen, antes descrita, puede apreciarse hoy en día en el Museo Regional del Centro INAH Puebla, en el cerro de Los Fuertes. La epopeya queda narrada en el artículo del Boletín de Monumentos Históricos del INAH y en la introducción que hace el mismo Castro Morales a la edición facsimilar del libro Obelisco, que en la Ciudad de la Puebla de Los Ángeles, celebrando la jura de Nuestro Rey, y Sr. D. Carlos III, erigió el Nobilisimo y Leal Gremio de Platerios, quienes en esta estampa lo dedican, y consagran a su Magestad, por mano de su Nobilisima Ciudad, impreso en el Real Colegio de San Ignacio de dicha Ciudad. Año de 1763.

 

Portada del libro "Obelisco que en la ciudad de la Puebla de los Ángeles: celebrando la jura de nuestro rey, y sr. D. Carlos III erigió el nobilissimo, y leal gremio de sus plateros". Impreso en Puebla en 1763.

 

    Los ojos pétreos de la escultura, impasibles, nos relatan la gran travesía de conocimientos desde el nororiente de África hasta América, el derrotero que recogió rasgos e influencias de muchas culturas, de muchas vidas, de la erudición de sabios, de los deseos de las naciones por la búsqueda de un mejor destino, en donde las culturas antiguas, como la mesoamericana o la egipcia, se convierten, como dijo Jean Marcel  Humbert15, en el “garante antiguo de un ideal de pureza triunfante”.

 

Sobre el autor

Manuel Villarruel Vázquez. Arquitecto y maestro en Restauración de Sitios y Monumentos. Tiene más de 25 años de experiencia y una trayectoria en la cual se ha especializado en la conservación del Patrimonio Cultural edificado y en programas de investigación para la UNESCO. Actualmente es director del Centro INAH Puebla.

 

Bibliografía

  • Castro Morales, E. (1978). El obelisco de Carlos III en la Plaza Mayor de Puebla. Boletín De Monumentos Históricos, (1), 31-40. Recuperado de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/boletinmonumentos/article/view/12737.
  • Champollion, Lettre à M. Dacier relative à l’alphabet des hiéroglyphes phonétique, employes par les egyptiens pour inscrire sur leurs monuments les titres, les noms et les surnoms des souverains grecs et romains, Editores: Chez Firmin Didot père et fils, París, Francia, 1822.
  • Greaves, John, Pyramidographia: or, a Description of the pyramids in Egypt, Universidad de Oxford, Londres, publicado en 1646.
  • Leicht, Hugo, Las Calles de Puebla, Ediciones de México, edición facsimilar, México, 2015.
  • Kircheri, Athanasii, Oedipus Aegyptiacus Vol III, 1654. Internet Archive 2022.
  • Kircheri, Athanasii e Soc. Iesu Obeliscus Pamphilius,165o. Internet Archive 2022.
  • Osorio Romero, Ignacio, La luz imaginaria: epistolario de Atanasio Kircher con los novohispanos, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 1993.
  • Petty, Bill, Hieroglyphic dictionary. A middle egyptian vocabulary. Museum Tours Press, Egipto, 2015.
  • Serlio, Sebastiano, Libro Tercero y Cuarto de Arquitectura, edición de Juan de Ayala, Toledo, España, 1552.
  • Shaw, Ian y Nicholson, Paul, The British Museum Dictionary of Ancient Egypt, American University in Cairo Press, Egipto, 1995.
  • Trabulse, Elías, Itinerarium Scientificum: de Alejandro Fabián a Carlos de Sigüenza y Góngora, El Colegio de México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas. Disponible en http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/371_02/siguenza_gongora.html, México, 2018.
  • Trujillo Diosdado, José Manuel, Las lecturas jeroglíficas de Athanasius Kircher: cualidades simbólicas de la “escritura mexicana” en el siglo XVII, en In hoc tumulo... Escritura e imagen: la muerte y México, Págs. 9-29, Universidad Autónoma de Zacatecas, México, 2017.
  • Varios autores, Obelisco, que en la Ciudad de la Puebla de Los Ángeles, celebrando la jura de Nuestro Rey, y Sr. D. Carlos III, erigió el Nobilisimo y Leal Gremio de Platerios, quienes en esta estampa lo dedican, y consagran a su Magestad, por mano de su Nobilisima Ciudad, impreso en el Real Colegio de San Ignacio de dicha Ciudad. Año de 1763.
  • Varios autores, Imhotep today: Egyptianizing architecture, Jean Marcel Humbert y Clifford Price, editores, University College London, Gran Bretaña, 2005.

_______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

  1. Leicht, "Las Calles de Puebla", pp. 482-483.
  2. Shaw, Ian y Nicholson, Paul. "The British Museum Dictionary of Ancient Egypt", American University in Cairo Press, Egipto, 1995, p. 208.
  3. Piedra sagrada resguardada en Heliopolis, que representa al montículo primigenio de donde surgió la vida; vid. Shaw, Ian y Nicholson, Paul. "The British Museum Dictionary of Ancient Egypt", American University in Cairo Press, Egipto, 1995, p. 52.
  4. Al obelisco de Zacatecas se le aludía como la “Pirame” y en el obelisco de Puebla se encuentra grabada una inscripción en latín que reza “Pyramiden hanc, oblivionis vindicacem, memoriae testem, amoris pignus...” (Esta pirámide, vengadora del olvido, testigo de la memoria y una prenda de amor...) Leicht, "Las Calles de Puebla", p. 377.
  5. Marchiori Bakos, Margaret. "Egyptianizing motifs in architecture and art in Brazil", en Imhotep today: Egyptianizing architecture, Jean Marcel Humbert y Clifford Price, editores, University College London, Gran Bretaña, 2005, p. 236.
  6. Justo en este año 2022, se conmemora el bicentenario de la traducción lograda por el francés Jean François Champollion, El Joven, casi 175 años después de Kircher, ofrece su célebre “Lettre à M. Dacier relative à l’alphabet des hiéroglyphes phonétique”, donde por primera vez logra la interpretación sistemática del lenguaje de los faraones.
  7. Trabulse, Elías. "Itinerarium Scientifcum: de Alejandro Fabián a Carlos de Sigüenza y Góngora", El Colegio de México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2018, p. 28.
  8. Trabulse, "Itinerarium Scientifcum...", pp. 31-32.
  9. Basta recordar importantes obras sobre el conocimiento de lo antiguo, como el libro de John Greaves, Pyramidographia: or a Description of the pyramids in Egypt, publicado en 1646.
  10. En varios tratados de arquitectura y construcción renacentistas o barrocos que pudieron llegar a América, aparecen como elementos del repertorio arquitectónico el diseño, la descripción y el uso de obeliscos, lo que sin duda incentivó la creatividad y el aprovechamiento de estos elementos en las obras de diferentes siglos en el Virreinato. Por ejemplo, en el libro tercero de Serlio, en la lámina 34 aparece la descripción de algunos obeliscos ubicados en Roma, de origen egipcio.
  11. Triste ironía el trabajo de Pedro José Márquez, conocido como Pietro Marquez Messicano, jesuita del colegio Poblano, que una vez expulsada la congregación de San Ignacio de Loyola de los territorios del Virreinato en 1773, por el propio Carlos III, se dedicó en el exilio a escribir sobre arte, arquitectura y arqueología, difundiendo el patrimonio precolombino, y haciendo estudios comparativos con Roma, Grecia y, claro, con la cuna de los obeliscos, Egipto.
  12. Trujillo Diosdado, José Manuel. "Las lecturas jeroglíficas de Athanasius Kircher: cualidades simbólicas de la “escritura mexicana” en el siglo XVII", p. 10.
  13. Según la descripción que recoge Efraín Castro Morales del historiador Mariano Fernández de Echeverría y Veytia en el documento facsimilar editado por el INAH: "Obelisco que en la Ciudad de la Puebla de Los Ángeles...", p. 1.
  14. Vid. Castro Morales, Efraín. "El obelisco de Carlos III en la Plaza Mayor de Puebla. Boletín De Monumentos Históricos", p. 35-36.
  15. Humbert, Jean Marcel. "The Egyptianizing pyramid from the 18th to the 20th Century", en Imhotep today: Egyptianizing architecture, Jean Marcel Humbert y Clifford Price, editores, University College London, Gran Bretaña, 2005, p. 31.