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Bitácora del Centro Histórico

La bicicleta de Sandokán

Daniel Herrera Rangel¹

Lo tomó de una de las mesas y me lo entregó: Toma, ¡tienes que leer esto! Por aquellos tiempos yo cursaba los semestres iniciales de la carrera y estaba en mis primeros días trabajando en la Librería Ángeles, con el desconcierto del náufrago extraviado en un mar de tinta. Apenas había cruzado un par de palabras con él, pero ya estaba al tanto de su fama de lector cuando, sin conocerme, me puso en las manos El juguete rabioso, esa novela magnífica de Roberto Arlt que venía en un saldo de la colección Cien del Mundo, publicada por Conaculta, que la librería había conseguido recientemente y que vendía por sólo 30 pesos. Por supuesto, yo no había leído a Arlt, y las monedas escaseaban, pero la convicción del tipo aquel no aceptaba rechazos. Así que lo compré, lo leí, y me encantó. Yo no sabía nada, pero sabía al menos que quien te recomienda un buen libro suele ser un buen tipo, y Elías lo es, lo era entonces y lo sigue siendo, veinte años después.

La tarde corre alegre en estos días del deshielo, cuando la ciudad vuelve lentamente a la vida después del largo invierno pandémico. La gente despierta de su larga hibernación; las chicas aprovechan el sol que resbala plácido sobre las coloridas fachadas de esta calle de Los Sapos para tomarse fotos, los bazares se animan y los turistas comienzan a aparecer tras un año de ausencia, con sus cámaras y con esa palidez tan típica que los delata. Han sido tiempos duros para todos, especialmente para aquellas y aquellos que viven del comercio en las calles, como Elías D’Alva Patiño, quien siempre se ha ganado la vida vendiendo libros en estas calles, junto a su madre y su abuela, lamentablemente fallecida hace un par de años. Obligado por la cuarentena, Elías echó mano a la bicicleta que tenía y arrancó con su proyecto de venta en línea, a través de Facebook, entregando sus libros a domicilio.

 

Elías a.k.a. Sandokan. Foto tomada por Daniel Herrera.

Tomo café en el Santo Patrono, en esta que es una de las esquinas más hermosas de la ciudad, y de golpe, como en otras ocasiones, aparece Elías montado en su bici, para hacer una pausa, entre entrega y entrega, y fumar un cigarrillo. Así suele suceder con él, un tipo que es una presencia habitual del Centro y al que uno tiene el gusto de encontrar al azar a la vuelta de la esquina. Elías no es sólo alguien que vende libros, cosa que puede hacer prácticamente cualquiera. Él pertenece a la noble cofradía de los libreros, un oficio que se cultiva a lo largo de los años y que exige amor por los libros, algo de buena memoria y, sobre todo, una irrefrenable pasión lectora. En mi caso —me dice—, las circunstancias hicieron de mi familia una familia librera. Mi mamá fue la del gusto libresco y ella nos lo transmitió a mi hermana, a mi abuela y a mí. La literatura fue un entorno femenino para mí, porque, además, leer fue una afición que yo compartí con mi abuela, porque empezamos a leer las mismas cosas al mismo tiempo. Mi abuela no era lectora, pero cuando mi mamá empezó a comprarme novelas de aventuras, ella también les agarró el gusto. Yo me iba a la escuela y ella, entre el quehacer y la cocina, se aventaba unos capítulos de Sandokán, y cuando yo regresaba de la escuela también, así que fuimos leyendo las mismas cosas simultáneamente y nos clavamos ambos en el rollo. Miles de años después, cuando éramos estudiantes y empezamos a trabajar en la Ángeles, mi mamá se quedó sin chamba y empezó a considerar, como una alternativa para vivir, el vender libros en la calle. Yo le ayudaba a conseguir libros, y desde allí.

Para Elías, como lo fue para muchas y muchos lectores, la novela de aventuras representó el portal de entrada a ese jardín de senderos que se bifurcan llamado literatura. Julio Verne fue de los primeros, sin que le entusiasmara gran cosa por su ritmo lento. Pero cuando descubrí a [Emilio] Salgari a y a Jack London me engancharon, ¡mucha acción trepidante!, y después seguí leyendo muchas novelas de aventuras, de niño y de adolescente. Viví un tiempo en Campeche, una ciudad donde no había libros, así que tuve que leer mucho best seller porque sólo se vendían libros en el súper. A los 15 años me fui a Yucatán, y ahí encontré las librerías Dante, en el centro de Mérida, más las librerías de viejo, más los bazares.

Libros en venta. Foto tomada del Facebook de Libros en bici.

De regreso en Puebla, Elías rápidamente se encontró inmerso en el mundo librero, contando con la fortuna de trabajar en tres librerías emblemáticas de la ciudad, primero en la León, con el libro de texto, y después en el mítico Teorema, en la esquina de la Reforma y la 7 Sur, en los bajos del bello edificio de 1904 que hoy, tristemente, alberga un minisuper. Era una suerte de destino —me dice—, porque igual pude trabajar en una zapatería, pero un día pasé por ahí cuando solicitaban empleados. El Teorema fue como un parteaguas. Empecé a saber de otros libros, de otros autores; había un compañero de trabajo que me enseñó muchas cosas, y es de alguna manera responsable de los caminos que yo elegí posteriormente, incluidos los caminos del vicio—bromea, con esa risa suya, canallesca y contagiosa—, incluido el vicio de los libros. ¡Kerouac!, mi compadre me dijo tienes que leer esto. Así descubrí a los escritores borrachos, ese lado etílico de la literatura que me sedujo totalmente. 

Por aquellos días estudiaba economía, donde confiesa se aburría atrozmente, cuando el microcosmos bohemio del Teorema le reveló que su camino estaba en otro lado. En esa época descubrí a Herman Hesse y me animó a decidirme por Letras, particularmente al leer Narciso y Goldmundo, esa novela donde Goldmundo quiere ser monje, pero Narciso lo inspira por otros caminos, y se convierte en maestro escultor. Cuando acabé de leer eso, dije, se acabó Economía, y me fui al Collhi [Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica]. Ahí encontré el ambiente que buscaba, las amistades con las que compartía intereses, gustos, afanes, descubrimientos. Entonces ya trabajaba en la Ángeles. Los libros y la escritura constituyeron la energía más fuerte que sentí en esos días de juventud, muy salvaje, un llamado que no podía resistir. El llamado de la selva, dice. 

Y en la selva comenzó su librería, conquistando un trozo de asfalto en el callejón John Lennon para vender libros.

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La calle es muy generosa, y celosa. Te quiere para ella. Elías enciende otro cigarrillo y bebe café, mientras piensa en autores y en libros, los muchos que ha leído y claro, los aún más numerosos que ha cargado a lo largo de estos años. Quienes hemos tenido la alegría de tender un trapo y vender libros en la calle, sabemos lo hermoso que es admirar todos esos libros con sus portadas coloridas, juntar las pocas monedas que se traiga encima y comprar un café y cruzar los dedos para que haya algo de suerte, para que no llueva, para que no caigan los tipos del walkie talkie, para que al menos salga para pagar el lugar y el micro de regreso. Sabemos lo maravilloso que es platicar sobre literatura con el chaval estudiante o con la señora que se acerca a curiosear, escuchar sus experiencias lectoras, conocer un poco de ellos a través de sus gustos. Y sabemos también que tantas y tantas veces, cargados como burros y con las espaldas partidas por el peso, hemos maldecido el día que decidimos comerciar con libros cuando podíamos haber vendido almohadas.

Libros en bici. Foto tomada del Facebook de Libros en bici.

Elías sabe muy bien de qué van esos días. Tras varios años de aprender el oficio con los hermanos Alarcón, dejó la Ángeles para comenzar su propia librería en la calle. Tanto en Los Sapos como en el callejón Lennon, el puesto de la familia Patiño se convirtió en parte del decorado del barrio, cuando apenas había unos cuantos puestos aventureros afuera de Psicología, vendiendo libro nuevo y de uso, y con quienes el lector podía encontrar tanto las novedades editoriales con sus cinco minutos de fama, como clásicos contemporáneos y obras de profundo calado. Seguramente muchas y muchos recuerdan a ese par de mujeres de cabello corto y entrecano y al tipo aquel de greña y barba, pendientes de su puesto cada fin de semana. Y aunque la relación con la calle es un vínculo natural, también probaron suerte en el comercio establecido. Con mi madre y mi abuela pusimos una librería en el Allday —una librería encantadora, dicho sea de paso—, pero no funcionó, nos comió la renta, y volvimos a la calle, al callejón Lennon. Después vinieron las ferias de libro y ese gusto de pata de perro. Tehuacán, Neza, Ecatepec, Oaxaca, Bellas Artes; las ferias del libro me encantan. Creo que a la ciudad de Puebla le hace falta eso. La feria que hacía la universidad era buena feria, en el Carolino. Después, el temblor nos obligó a cambiarnos a la ex cancha de San Pedro, y más tarde el señor Agüera se la llevó al Complejo Universitario y le dio en la madre. Esa feria cada vez está peor, los libreros locales dejamos de ser bienvenidos y se decidieron por invitar a puras editoriales. La feria vieja era linda porque incluía a los libreros de usado, que traían materiales increíbles. Me encantaría tener un local con una maquinita de café, pero tendría las dos cosas, porque en la calle, en las ferias, suceden cosas que en el local no van a pasar.

Para Elías el tema de los libros pasa por un asunto político. Todos hablan del apoyo a la cultura, pero les da urticaria el uso del espacio público para su comercio. Las administraciones anteriores —afirma— se resistieron a que se hicieran ferias de libro en el zócalo, suponemos que por privilegiar intereses de los empresarios que quieren el zócalo para sí mismos. Se lo prestaron al doctor Simi y varias veces a Telcel, pero a los libreros jamás. De hecho, cuando la Brigada Para Leer en Libertad [se refiere al proyecto cultural y de difusión editorial encabezado por Paco Ignacio Taibo II, que ha sido la apuesta más exitosa por llevar el libro a precios populares y a todos los rincones del país, y del cual Elías forma parte] logró hacer la primera feria allí, tuvo un montón de problemas legales, hasta demandas de la oposición, por hacer la feria en el zócalo. La administración pasada, panista, en dos ocasiones me decomisó los libros acá en el callejón, de manera arbitraria. Los espacios se han tenido que ganar, pero resistimos.

Bicicletero. Foto tomada del Facebook de Libros en bici.

Una cantaleta habitual de nuestras élites es que en México no se lee, reprochando al grueso de la población su supuesta ignorancia y apatía, pero los libreros a ras de calle lidian con una realidad que está por fuera de los indicadores macroeconómicos, en donde la gente tiene curiosidad por leer y donde los libreros ambulantes juegan el imprescindible papel de intermediarios entre el libro y el lector. Fuimos a Canoa a vender libros—me cuenta Elías, entre pitada y pitada—, en un evento que organizó el imac [Instituto Municipal de Arte y Cultura]. La gente asume el riesgo de comprar libros si los tiene cerca y si les alcanza. Los que van a donde se vende libros, a las grandes librerías como Gandhi, han tenido contacto con el libro, lo disfrutan, saben bien a qué van y qué buscan, pero hay población que no, y esa población requiere otro trato. Eso significa ser un librero, el tener la sensibilidad y el conocimiento suficientes como para intuir cuál es el libro indicado para cada lector, y Elías lo sabe: Cada vez que vendes un libro, estas brindando la oportunidad de que algo cambie en una persona, y eso me hace observar la literatura juvenil o la literatura “chafa” con una mirada menos severa. Los chavos empiezan leyendo lo que sea, lo más importante es que el libro venza la barrera y se cuele en la casa de alguien, que el libro deje de ser un objeto desconocido. Gregorio Marañón, médico español y erudito, decía en una feria de libro de España que, de no haber sido médico, le hubiera gustado ser librero anticuario, porque es una disciplina que requiere un conocimiento fino; es un tipo que pondera a los libreros de una manera elocuente y emotiva. Me gusta saber que hay gente que le tiene a uno en tan alto aprecio. Yo diría que soy aprendiz de librero, dice Elías, con sincera humildad y con sus veinte años en el oficio a cuestas.

 

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“Yo nací con la luna de plata, Y nací con alma de pirata”, cantaba Agustín Lara. No sé si Elías nació con la luna de plata, pero es el alma más bucanera que conozco. Paliacate, ropas sencillas, la barba blancuzca y descuidada, con sonrisa franca y picaresca y con un largo recuento de historias tabernarias, este tipo lleva la literatura y su pasado fundido en la piel, con un tatuaje en el hombro derecho donde se aprecia un mapa y las letras Sandokán. Así va Elías, surcando los mares de esta ciudad, venciendo las distancias que nos ha impuesto la pandemia. Hoy me dedico a vender libros en el formato de venta a domicilio en bicicleta. La pandemia nos detuvo la calle, las ferias y las escuelas donde trabajaba, así que tomé la bici como una ocurrencia, y funciona, no como negocio, pero he sobrevivido. Si algo bueno me dio la pandemia es que mi negocio no tenía nombre, era simplemente Elías el de los libros —no, le corrijo, eras el pinche Elías el de los libros, y reímos y fumamos. Ahora la red me ha permitido contar con clientes nuevos, todo empezó en face. A partir de ahora seguiré en la bici; he dejado de ser el pinche Elías de los libros para ser el wey de libros en bici. Todo será así de ahora en adelante.

Libros en bici² se ha convertido en una iniciativa que ha favorecido a muchos lectores que, atrapados en el confinamiento doméstico o en los espacios de trabajo, hemos apelado a la movilidad del buen Elías para hacernos de un libro, abriendo nuevas posibilidades al comercio trashumante. Sé que esta idea puede ser lo suficientemente buena si la trabajo con inteligencia y amor, para permitirnos una vida más holgada, sin andar con el Jesús en la boca. Qué bueno que la banda de la Brigada y Paco Ignacio comprendieron que había que construir nuevos canales, y que incluso adoptó esta forma para repartir los libros del fce. Después empecé a ver que había otros libreros que lo estaban aplicando, en España, en Argentina, y qué chido, la necesidad nos hizo pensar opciones a varios libreros en diferentes latitudes. A final de cuentas, la bici siempre ha sido usada para trabajar en mil formas. Hice la cuenta, llevo un año pedaleando en promedio 20 kilómetros diarios. ¡Ya hubiera llegado a Buenos Aires! Y ahora ya estoy enamorado de mi bicla.

Elías d’Alva. Foto tomada por Daniel Herrera.

Eso de andar del tingo al tango, llevando libros de aquí para allá, no es algo nuevo para él. En ferias, en su puesto, en pueblos y colonias marginales, o en universidades, Elías se ha pasado dos décadas conectando libros y lectores; vaya, que el tipo ha vendido libros hasta en los camiones. Hace años conseguimos un lugarcito en la feria de Cholula. Tenía forma de comprar a los Alarcón un saldo de libros de la Virgen de Guadalupe y pensé que era la ocasión ideal. Compré un montón, los llevé a Cholula y vendí como 3. Un día que tenía que venir al Collhi no tenía lana, entonces dije pues mira, intenta venderlos en los camiones, vas avanzando y ya está. De mi casa a la parada fui pensando mi rollo. Llegué a la esquina, pasaron como 20 camiones y no me animaba. Media hora viendo pasar camiones, hasta que por fin me decidí y le hice la parada a uno. Tartamudee mi rollo que había pensado ¡y vendí dos! ¡Cuando llegué al Puente de Ovando ya no tenía libros! Viví de esa forma hasta que me acabé los libros, todos lo que tenían en la bodega de la Ángeles; si tenía horas libres, ¡vámonos!, a vender por la ciudad de camión en camión. He vendido en el piso, en camiones, en ferias, en librería, y hoy por hoy vía red.

 

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El libro es un negocio que no va a desaparecer nunca, afirma Elías con la plena convicción del librero, pero sobre todo del lector. Tendrá mejores y peores épocas, pero no desaparecerá, porque siempre hay alguien que valora el objeto, que disfruta la edición y que tiene su lista de editoriales consentidas. A ver papá, ¡cuéntame! Él no necesita pensarlo ni un segundo: José Joaquín Olañeta editor es uno de mis favoritos, ¡hace libros bellos, con colecciones increíbles!, o con autores del romanticismo que nadie más edita. Siruela por supuesto, Valdemar ¡spm! ¡Me encantaría tener todo Valdemar! Son libros muy bellos. Algunas cosas de Anagrama, algunas de Alfaguara. Las editoriales infantiles me gustan mucho, el Fondo de Cultura, el Barco de Vapor, Calandraca, son propuestas editoriales muy inteligentes y sensibles.

¿Y en cuanto a autores? Para quienes disfrutan de la literatura siempre está esa pregunta tremendamente compleja. Ray Bradbury es el único que colecciono. Era un alma de niño, Bradbury. Tiene cuentos que me conmueven, él me ha hecho llorar. Arreola me llegó a deslumbrar por su grandilocuencia y su locura. Rulfo, Cortázar, Borges, algunos cuentos de Roa Bastos. De Paul Auster Tombuctú es mi favorita, amo a los perros. John Steinbeck, pero no precisamente por Las uvas de la ira, sino por Tortilla fiat, la historia de estos borrachines en el pueblo de Salinas, California, el pueblo de Steinbeck; borrachos, pendencieros, pero Steinbeck logra resaltar la luz que puede manar de seres humanos de esa condición, de una nobleza que conmueve. Retrata ese lado festivo y heroico que puede tener el alcohol. Como La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, otra historia dionisiaca, como si Dios mirara con benevolencia a un alcohólico. O “Cosas veredes”, de Alejandro Meneses, que es el lado triste. Al recordar el nombre del fallecido escritor tlaxcalteca, el semblante se le opaca un poco: Meneses es el gran narrador de esta ciudad. Tres de los cuentos que más me gustan, de quien sea, los escribió él. “El barco de cristal”, “El hombre de la puerta de atrás” y “Cosas veredes”, que fue un cuento que escribió para una convocatoria de una editorial local con motivo del aniversario del Quijote. Ese cuento lo he leído muchas veces y no deja de conmoverme. Nos hicimos amigos, y bueno, murió, pero es un tipo importante y de mucha influencia en mi vida. Todavía lo extraño.

El cielo se cierra de un golpe con nubes que gritan tormenta. El pirata oculta el tajo en el pecho, da la última pitada y retoma la bici. Un lector o lectora aguarda en la ciudad.

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¹Doctor en historia por El Colegio de México

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