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COMERCIOS CON TRADICIÓN

Las memelas de San José

Daniel Herrera Rangel¹

Oiga, y a todo esto, ¿cómo se llama usted? Es curioso que, a pesar de conocerla desde hace varios años, y del genuino aprecio que siempre le he tenido, jamás me había atrevido a preguntarle el nombre a esta mujer. Alguna vez, viéndola preparar las memelas, le comenté que ya no estaba del todo seguro si venía a Puebla a visitar a mi madre a o visitarla a ella, lo cual le cayó en gracia, pensando que bromeaba. Y es que, desde que mi madre vino a vivir al barrio, hace ya una década, cada vez que venía a la ciudad a visitarla tenía que hacer una parada en las memelas de San José.

 

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Me siento en el atrio, a la sombra de la iglesia y prendo un cigarrillo. A unos cuantos pasos un hombre duerme plácidamente la borrachera de la noche anterior, con el sueño beato del beodo. ¿Qué pensaría ese hombre si supiera que en el suelo donde duerme alguna vez existió un cementerio? En estos suelos viejos te descuidas un momento y te saltan encima siglos de historia. No puedo decir que el barrio es particularmente lindo, pero es muy antiguo y sobre todo es auténtico, un barrio que exhibe sin reservas ni pudores sus pobrezas y sus proezas, con sus pequeños comercios de trofeos deportivos, sus fachadas descascaradas, sus perros flacos y sus vecinos humildes. Decir que es lindo sería demasiado, pero a su modo es bello, con un encanto particular que se revela a quien lo sabe mirar.

Altar a la virgen de Juquila. Foto tomada por Daniel Herrera.

Taquería Juquilita. Foto tomada por Daniel Herrera.

La historia del barrio es curiosa. Todo emana de la parroquia de San José, con el caserío que se fue constituyendo a sus alrededores, y que a su vez surge del temor a las lluvias y del azar. Según cuenta Hugo Leicht, los primeros pobladores de la ciudad, azorados por los rayos y las tormentas que de cuando en cuando causaban estragos en una jovencísima Puebla, resolvieron que era necesario encomendarla a un santo para su protección. La cosa cobró tal seriedad que las autoridades del Ayuntamiento resolvieron, en 1556, “elegir un santo abogado contra las tormentas, y no sabiendo a quien designar, sortearon varios santos, y salió S. José”, que fue jurado como “Santo patrón de la ciudad contra los rayos”.² En 1595 se inauguró la pequeña iglesia primigenia para honrar al santo, y en 1628 se comenzó a edificar, en el mismo sitio, la iglesia que ahora conocemos.

La Plazuela de San José se creó en ese mismo año, inspirada en la Alameda de la ciudad de México, y en 1629 se decidió que los días miércoles ahí se instalaría un mercado. Algunas décadas más tarde la alameda decae y sufre de abandono, pues resultaba un sitio remoto desde el centro. Recordemos que San José marcaba, de alguna manera, el límite de la ciudad, pues a un lado corría el río y más allá era descampado. En ese estado lamentable estaba la plazuela hasta que en 1769 se optó por derribar los escasos árboles que aún sobrevivían y se allanó el terreno, para destinarlo a las corridas de toros.

Doña Leti. Foto tomada por Daniel Herrera. 

Plazuela de S. Joseph, en los ayeres coloniales; Plazuela de Zaragoza en 1878, en honor al prócer; más tarde Plazuela Simón Bolívar, en memoria del libertador; desde 1917 Jardín Francisco I. Madero; y ahora, por todos conocido, Parque de San José. Quienes deambulan por este parque seguramente ignoran que aquí se corrieron toros, y pocos recuerdan que en el lugar donde ahora está el Hospital del Seguro Social antes estuvieron los cuarteles del ejército, que se edificaron en 1908 arrebatándole buena parte del terreno a la plazuela. Menos aún son los que saben que el propio presidente Francisco I. Madero llegó a pisar por aquí, cuando en 1911 colocó la primera piedra de lo que más tarde sería el Puente de la Democracia. Estos son suelos viejos, cargados con capas y capas de historia.

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Las primeras horas de la mañana siempre son un bullicio en San José. A las afueras del Hospital de Especialidades del IMSS, se atizan los braceros en los puestos de comida, y de ellos emerge un barroco mosaico de fragantes vapores que infunde vida y consuelo a quienes salen y a quienes llegan. Tacos de guisado, guajolotas con atole, quesadillas, tacos dorados, pan de dulce, sopecitos y demás tesoros de la gastronomía de acera, reconcilian con la vida a las enfermeras y a los médicos de guardia que han trabajado toda la noche, y a los escasos familiares que tuvieron la suerte de poder velar al pie de la cama de su enfermo y que se desentumen al calor del sol y de un café de olla perfumado de canela. Los que llegan al relevo saben lo duro de la jornada que tienen por delante, tanto si trabajan como si asisten, y saben también que siempre es mejor si se lleva algo en el estómago. Después de todo, las penas con pan son buenas.

Doña Leti abre las puertas de su negocio a las nueve en punto, y ahí comienza el desfile de enfermeros, doctoras, oficinistas, trabajadores, vecinos y paseantes, que hacen una escala en el camino para ‘echar un taco’, desfile que se prolonga hasta las seis de la tarde, cuando se lavan los cazos y se friegan los comales en la Taquería Juquilita. Siempre he sido muy devota de la virgen de Juquila, me dice alegre doña Leti, al tiempo que pica las rajas, fríe las papas, escurre las carnitas, echa las tortillas o sazona los bisteces. Y es que con doña Leti siempre es así, siempre está en movimiento. Creo que esa fue una de las cosas que me fascinaron de ella el día que me acerqué a su negocio por primera vez, la impresionante habilidad que tiene para manejar su negocio. Hasta hace poco tiempo, doña Leti contaba con veinte empleados que le auxiliaban y a los que dirigía con la disciplina férrea de una generala al mando de sus tropas y sin descuidar ni por un momento los fuegos. Fulanito salen dos memelas, a ver, tú, qué quieren en aquella mesa, lleva los refrescos a esa otra, buenos días cliente, cómo está, ¿La cuenta?, claro que sí, ¿las dos rojas con todo? Salen tres tacos. Doña Leti es como una tromba, como una fuerza de la naturaleza, de semblante fuerte, pero siempre con una sonrisa amable para todos. Verla trabajar era una delicia, como ver a una Alondra de la Parra dirigiendo su orquesta con movimientos enérgicos, atenta a todos los detalles y envuelta en el humo de sus enormes comales. Pero con la pandemia todo cesó.

Las memelas de San José. Foto tomada por Daniel Herrera. 

Desde los meses anteriores a la contingencia el negocio mermó un poco. Es por la competencia, me explica. Cuando la señora Toña, su mamá, comenzó con el negocio de las memelas en 1992, en un zaguán a un lado de los baños de San José, casi no había negocios de comida por acá, y ahora han brotado no sólo los puestos afuera del hospital sino también algunos entre las jardineras del parque. En ese entonces eran pocas las que vendían memelas, dice doña Leti, casi todas mujeres provenientes de la junta auxiliar de La Resurrección, lugar donde ha vivido toda su vida y donde se ha forjado este noble arte de la gastronomía popular, tanto que a la fecha se celebra ahí cada año la Feria de la Gordita. Pero ahora, dice, las señoras y señoritas de la ciudad ya también hacen memelas, cualquiera vende, pero no cualquiera sabe prepararlas. Si tiene su chiste, afirma orgullosa de su conocimiento, de su destreza y de su tradición.

La otra cosa que me fascinó, desde aquella lejana primera vez, fue el local. Ubicada frente a la Parroquia de Nuestro Señor San José, justo en la esquina de la 18 Oriente y la 2 Norte, la Taquería Juquilita ocupa un extenso y pintoresco local en los bajos de un vetusto edificio, que en un principio albergó a una cafetería, después a una sucursal de hamburguesas, y más tarde a una paletería, hasta que en el 2005 doña Toña y su hija se animaron a rentarlo. Se trata de un local en forma de L, en donde la cocina ocupa el área central y recibe a los comensales con el cazo enorme de las carnitas, los fogones y los comales siempre humeantes, donde doña Leti prepara tacos placeros, gorditas, memelas, picaditas, jarochas, quesadillas y tacos de maciza con cueritos. Al fondo, en una esquina del local, un bello y sencillo altar a la virgen de Juquila domina desde las alturas, y refuerza la afortunada sensación de estar en una cocina tradicional.

Detalle de la fachada de la Parroquia de San José. Foto tomada por Daniel Herrera

Ese es precisamente el encanto de este lugar. Con sus techos altos y vigas de madera, con el altar y sus santos, con las mesitas de metal y sus fogones a tope, el negocio de doña Leti sustrae a los comensales de la cotidianidad de la ciudad para llevarlos a la calidez de una cocina tradicional, donde se mantienen vivas las herencias y los saberes de nuestra mejor gastronomía. Sitios como la Taquería Juquilita, mejor conocida como las memelas de San José, no son comercios centenarios y por lo tanto no figuran en una guía de turistas ni aparecen en un listado de restaurantes, pero son negocios emblemáticos en la identidad de los barrios, en los que los vecinos se han alimentado por generaciones. Todos tenemos un plano íntimo del Centro Histórico trazado a partir de nuestros lugares consentidos para garnachear, y pienso, por ejemplo, en las chalupas de La Concordia; las excelsas jarochitas de Las Huérfanas, por el templo de La Merced; las cemitas de las luchas; las memelas del Carolino; los esquites del Parián, los mixiotes de la taquería Barradas en la 6 Poniente; y varios más, lugares que, por modestos que sean, conservamos grabados en la memoria, y que representan una pieza muy querida de nuestra historia individual y colectiva, sin la cual el barrio simplemente no sería el mismo. Para los vecinos de San José, como mi madre y mis hermanos, y para el personal médico que labora en el hospital, las memelas de doña Leti son una figura esencial en el paisaje de su vida cotidiana.

Afuera, en el parque, ya no hay toros ni soldados, ni presidentes que sueñan con construir un país sin sospechar que sus días están contados. A veces hay niños jugando, perros que ruedan por el césped, algún paletero, franeleros, puestecitos de comida como reminiscencias de aquellos miércoles de 1629, y tal vez alguna pareja entregada al arrumaco. Pero siempre hay gente, gente que espera alguna noticia de su paciente, mujeres que matan las horas tejiendo, alguien que fuma sentado sobre la baranda de la fuente, personas, muchas veces solas, que aguardan en silencio, con caras largas en las que se lee la angustia, la esperanza, el tedio y el cansancio del tiempo vacío. Por fortuna, para ellos, y para todos nosotros, en la esquina siempre está doña Leti, brindando consuelo contra el desaliento
 

 

  1. Doctor en historia por El Colegio de México.
  2. Leicht, Hugo, Las calles de Puebla, Puebla, Secretaría de Cultura, 2007, p. 400.