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Bitácora del Centro Histórico

Una Arqueología de la Memoria

Daniel Herrera Rangel¹

En el callejón detrás del Carolino, al pie del muro rojo que se ha convertido en uno de los puntos esenciales para nuestro arte callejero, está sembrada una cruz en recuerdo de José Luis. Estamos a finales de noviembre y todavía permanecen las flores de terciopelo y cempasúchil que los familiares o amigos de José Luis depositaron al pie de su cruz. Alguien, no sé si consciente del efecto visual que causaría, pegó en el muro, justo arriba de la cruz, un poster con la imagen de un soldado que porta una máscara antigases y con la leyenda NO FUTURE. Entre una cosa y la otra, otro alguien escribió con letras pequeñitas En Memoria de “Rafita”.

Daniel Herrera Rangel

Observo el conjunto largo rato, cautivado por el complejo cruce de discursos, conmovido por pensar en los familiares de José Luis, que 25 años después de que falleciera intempestivamente en este sitio, siguen recordándolo, y conmovido también por Rafita, a quien imagino como un chaval, tal vez pocos años mayor o menor que José Luis, quien apenas contaba con 19 cuando falleció, según se lee en la cruz. Rafita no tiene una cruz, pero aún existe alguien en el mundo que le echa de menos. ¿Quién se acordará de nosotros cuando hayamos muerto?

Siempre me han causado una particular fascinación las cruces que hay en las calles de las ciudades, la ternura de la veladora o las flores que de cuando en cuando aparecen a sus pies, en floreros improvisados con latas de comestibles o envases recortados; el encanto surrealista que rodea a esa cruz que se erige en medio de una avenida transitada y junto al edificio moderno, que convierte a la persona en un vecino más, en parte de nuestro entorno y de nuestra cotidianidad. Como explicaba María Dolores Lobato en un estupendo texto que publicamos en la Cuetlax #22, la Ilustración y el higienismo decimonónico inspiraron la creación de los cementerios como pequeñas ciudades de los muertos o necrópolis creadas al interior de las ciudades de los vivos, separando los espacios de unos y otros —Y los muertos aquí la pasamos muy bien, entre flores de colores. Pero estas cruces, aunque obviamente no contienen restos mortales, de alguna manera subvierten esas fronteras y nos recrean tal familiaridad con la muerte, que vivos y muertos acabamos compartiendo las aceras, nosotros felices por recordar y ellos felices porque saben que la única muerte real es el olvido.

Al contemplar esas cruces pienso que alguien, en un día que hasta ese momento era tan rutinario como cualquier otro, en un parpadeo se vio sorprendido por la muerte, justo ahí, en esa calle por la que ahora camino en mi propia rutina, alguien que se dirigía a la escuela, que volvía del trabajo o que iba camino al café, en donde se encontraría con ese chico al que por fin se había decidido a invitar a salir; alguien que iba pensando en la lista del super o en los pendientes del trabajo, que tal vez iba tarareando una canción o mascullando maldiciones porque llegaría tarde de nuevo, mientras caminaba con el trotecillo discreto de cuando vamos tarde para algo; tal vez era alguien que simplemente andaba por ahí, despreocupado o terriblemente agobiado, pensando en esos problemas que le parecían monumentales y gravísimos y que, un instante después, resultaban absurdamente insignificantes, cuando ya era demasiado tarde para pensar en lo que no había hecho, en el abrazo que no había dado, en que había quemado la vida inútilmente, demasiado tarde ahora que había llegado a la inexorable cita con su destino.

Al escribir lo comprendo: gastamos la vida pensando estupideces, alimentando rencores o añorando imposibles, confiados tontamente en que tenemos todo el tiempo por delante, y de repente, en un instante, cae el telón. Esas cruces en la calle casi siempre llevan inscrita la palabra recuerdo; fueron colocadas ahí por los deudos para recordar a quien partió de manera abrupta, pero, sin querer, cumplen una función social más amplia: la de recordarnos, como un bofetón inesperado, que en cualquier momento caerá el último grano de arena de nuestro reloj, y que más vale disfrutar los que nos queden.

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La palabra cenotafio proviene, según la rae, del latín cenotaphium y del griego kenotáphion, que significa sepulcro vacío. Los cenotafios son esos monumentos funerarios que se erigen en las calles o a la orilla de las carreteras, a la memoria de aquellos que la muerte sorprendió en el espacio público, muchas veces debido a un accidente, otras tantas como víctimas de un hecho violento, y algunos de fulminante muerte natural. Las “animitas”, como se les llama en el cono sur, o “capillitas” para el resto del subcontinente, son una herencia de nuestro pasado colonial. Entonces, como ahora, se tenía la creencia de que la persona fallecida no podría hallar reposo si no se le ponía una cruz en su memoria, justo en el sitio donde murió. Más allá del culto religioso y de las historias de aparecidos, los cenotafios representan una extraordinaria manera de apropiación del espacio público: los deudos hacen suya la calle, el camellón o la avenida —con la anuencia de las autoridades, siguiendo una regla no escrita pero conocida y respetada por todos—, cargándolo de un especial significado simbólico, y sus muertos se convierten en nuestros muertos, estrechando así los lazos de la memoria y la identidad.

Pensando en José Luis me aventuro por las calles, buscando, preguntando a la gente si recuerdan algún cenotafio. Una vez superado el desconcierto inicial ante una pregunta tan inusual, la gente —vendedores de periódico, franeleros, lavacoches, naranjitas, personas que por su labor conocen bien las calles— trataba de hacer ese ejercicio de memoria, pero con dificultad recordaban alguno. Resulta curioso que, a pesar de ser habitantes naturales del Centro Histórico, y de que seguramente han transitado en numerosas ocasiones junto alguno, pocas veces han reparado en la existencia de elementos tan peculiares. Los monumentos funerarios nos colocan cara a cara con la idea de nuestra propia muerte, tal vez por eso muchos prefieran no verlos.

Cuando pregunto al señor Ramón, franelero en el barrio de la Luz, me responde de inmediato. Recuerda con toda claridad la enorme cruz blanca empotrada en una fachada de la calle 12 Sur, antigua calle de Illescas, a unos pasos de la iglesia de Analco, y me cuenta con lujo de detalle la leyenda del ladrón asesinado en el llamado Callejón del Muerto. Este tal vez sea el cenotafio más antiguo que se conserva en la ciudad, pues data de finales del siglo XVIII. A unos pasos de ahí, una compañera naranjita me indica que recuerda varios sobre el boulevard 5 de Mayo, y me pone en la pista de otros dos, ubicados sobre la 3 Oriente. A “Panchito” Torres, fallecido en 2017, se le recuerda con cariño, a juzgar por todas las flores de cempasúchil que la gente depositó en su cruz. A Valente Alfonso Pérez, un pobre chiquillo fallecido en 1984 con apenas 13 años, sus familiares le recordaron con un bello ramo de flores.

Los cenotafios narran la tragedia de aquellos a los que la muerte sorprendió en el espacio público, historias interrumpidas de manera tan intempestiva que ni siquiera merecieron puntos suspensivos. No conocemos el desenlace, así que debemos tratar de imaginar. Una caída, una calle cruzada de manera distraída, un asalto por unos cuantos pesos, un conductor ebrio quizá, o simplemente un corazón cansado de latir, como le sucedió al señor Juan Ramírez. Un compañero lavacoches que trabaja a espaldas de la Capilla de Dolores me cuenta que, hace pocos meses, un señor falleció cerca de ahí, víctima de un infarto. Su cruz, un sencillo y bello trabajo en madera, se encuentra sobre la 10 Oriente. A unos cuantos metros hay un conjunto con otras tres cruces, dos de ellas del mismo estilo y antigüedad. Una está dedicada a la memoria de la Dra. María Elena Ibáñez, fallecida en marzo de 2005; la otra es ilegible, pero la tercera cruz sugiere que es recuerdo de Guadalupe Cruz. Esta cruz consiste en un par de tablones rosas con el nombre de Guadalupe escrito en letras grandes y, por el estilo, representa un doloroso recordatorio de las víctimas de feminicidio.

Conversando con la gente era común la idea de que esta manera de recordar a nuestros difuntos era una práctica antigua y casi desaparecida, o bien, que era algo que se realizaba en las colonias de la periferia, fuera del Centro Histórico. Sin embargo, tanto las fechas en las cruces que dan cuenta de hechos relativamente recientes, como la cantidad de cruces sembradas en las aceras del corazón de la ciudad, desmienten tal idea. El señor Raúl Ortiz falleció en 2015, y su esposa, hijos y nietos lo honraron con un cenotafio en la calle 14 Oriente. Antonio Marcos falleció a los 54 años, el día 21 de agosto de 2011; su cenotafio es uno de los más vistosos, al pie de un poste en la 14 Poniente, entre la 9 y la 11 Norte. Un caso peculiar es el de Manuel Ángeles García, fallecido en marzo del 95. Su cruz, en la calle 18 Poniente, muy cerca del ex convento de Santa Mónica, no se encuentra a ras de suelo, sino a algunos metros del piso, colgada sobre un poste de luz, en una extraña decisión por parte de sus deudos. Eso no impidió que su familia o algún vecino de buen corazón, y armado con una escalera, le haya dejado flores este día de muertos.

Los artículos de este número de la revista buscaron transmitir al lector la importancia y la vigencia que la arqueología tiene en una ciudad como ésta, que conserva vestigios que recorren el pasado desde sus raíces prehispánicas hasta nuestros días. En ese orden de ideas, creo que los cenotafios son vestigios de nosotros mismos, indicios que trazan una arqueología íntima de nuestra memoria, de nuestros afectos, de la generosidad de los vecinos que llevan flores a la cruz de un desconocido, de nuestro afán por recordar y por ser recordados.

  1. Doctor en historia por El Colegio de México.