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COMERCIOS CON TRADICIÓN

Don Juvencio, Zapatero de la Luz

Daniel Herrera Rangel¹

 

Ahora ve correr los días detrás del mostrador, atendiendo la reparadora de calzado que fundó hace unos 60 años, pero el ambiente natural de don Juve es la soledad de las carreteras. Si sumamos los años que trabajó detrás del volante como repartidor y transportista, con los que pasó pedaleando una bicicleta de ruta, tendremos el relato de buena parte de la vida de este hombre.

Se siente extraño teclear “reparadora de calzado”; me suena artificial, sin alma, como un término acuñado por un burócrata en una oficina sin ventanas, un término que, a fin de cuentas, creo que nadie emplea en la vida real. De hecho, ahora que lo pienso, debo confesar que detesto ese membrete porque denomina (ningunea, anula) un oficio y lo reduce a un simple servicio, como si fuera cualquier cosa, como si el fabricar calzas con pieles y cueros no hubiera sido una de las primeras preocupaciones desde que el hombre echó a andar por el mundo; lo detesto porque despoja de su historia al nobilísimo y antiquísimo oficio del zapatero. Para mí siempre han sido zapaterías, o aún más precisamente, “el zapatero”. Así me lo enseñó mi abuela, cuando cargábamos con tres o cuatro pares de zapatos de mi madre y mi tía, y la acompañaba a ese lugar impregnado del olor dulzón del Resistol 5000 en donde se apilaban decenas de pares con las suelas extrañamente garabateadas con crayón. Ahí se los dejaba al zapatero para que le pusiera tapas —me preguntaba para qué diablos necesitaban tapas unos zapatos— a estos, medias suelas a los otros y tacón nuevo a aquellos.

Juvencio Villafañé, ciclista de ruta. Daniel Herrera Rangel.

La copa diminuta fue la primera que don Juve ganó, la más querida. Daniel Herrera Rangel.

Interior de la zapatería Casa Villafañé. Daniel Herrera Rangel.         

Por más que me desagrade, tal vez lo de “reparadora” sea correcto, y es que, en nuestros tiempos, cada vez son menos los zapateros que elaboran zapatos. Mi bisabuelo, como fiel hijo de León, Guanajuato, era zapatero. Según me contaba la abuela, su suegro se sentaba en un banquito de madera, rodeado de sus hormas, sus cueros y sus herramientas, y elaboraba con cariño y paciencia los zapatos para sus nietos. Ahora, mucho me temo, ante los cambios en el consumo, pocos son los zapateros que, como don Juve, conservan tal conocimiento, y menos aún los que lo aprenden. Para don Juvencio Villafañé eso representa una herida abierta, “Yo les cobro $180 por unas suelas nuevas, que les van a durar al menos un año, pero la gente ahora prefiere comprar zapatos de plástico que les van a durar cuatro meses, zapatos baratos de usar y tirar”.

Don Juvencio Villafañé, zapatero. Daniel Herrera Rangel.

Don Juve es zapatero de tercera generación. Aprendió los secretos del oficio de su padre, quien a la vez aprendió del suyo. “Mi papá a los 6 años ya nos enseñaba a medio lijar las suelas, los huaraches, todo, pero no me gustaba”. Tanto él como sus ocho hermanos aprendieron el oficio, pero, paradójicamente, él fue el único que lo continuó. “Yo lo que más más me gustaba era manejar; manejar, manejar, manejar, de aquí a Veracruz, de Veracruz a México con mercancía, de México acá, así andaba yo”. Siendo apenas un chamaco de 12 años, Juvencio salió de su natal Oaxaca y vino a Puebla con otros dos amigos, al calor de la aventura. Trabajó de cargador y mandadero, y más tarde ya repartía su tiempo entre la Casa Vadillo, donde era cobrador, y la escuela nocturna. Después halló lugar como transportista y descubrió lo mucho que le gustaba la solitaria vida en las carreteras. Cuando trabajaba como chofer para la mítica cooperativa del Pato Pascual fue que la familia abandonó Oaxaca y se instaló en la ciudad, en una vecindad del centro. Poco después montaron la Casa Villafañé en la humilde accesoria del Barrio de La Luz, que atendía su padre y en la que a veces ayudaba. “Anteriormente — me cuenta— sí había chamba… un par de tapas de mujer costaba 75 centavos, tapas de hombre 2.50, y suelas 70 pesos”.

Al entrar a una zapatería (sí, soy un anacrónico, qué remedio) uno espera encontrar un anuncio con imágenes de zapatos, o el clásico rótulo con la leyenda Así entran… Así salen, pero la Casa Villafañé es especial. En las estanterías hay más trofeos que zapatos, y en la lona amarilla que anuncia al negocio y sus saberes, desde la elaboración de calzado hasta el arreglo y mantenimiento de cualquier artículo de piel (don Juve es zapatero y curtidor), no hay zapatos sino la fotografía de un ciclista que, encorvado sobre la bicicleta, resiente el sol y el cansancio, pedaleando en una carretera con el volcán al fondo.

Se trata del propio Juvencio, quien siguiendo los pasos de su hermano mayor —también campeón estatal— encontró su camino en el ciclismo de ruta. ¿La bicicleta ha sido la pasión de su vida? “Sí… al principio corría, gané un maratón, pero sangraban los pies. Le hice al bofe también, me pagaban 5 pesos por pelea, hasta que me pusieron con uno que ¡soltaba unos guantazos! Y ahí se me quitaron las ganas. Lo mío es el ciclismo”. En los años setenta, don Juve se incorporó a los círculos del ciclismo amateur, convirtiéndose en un habitual en las carreras que se disputaban en la región. Según me cuenta, se organizaban muchas carreras, en Tepeaca, Tecamachalco, Tlacotepec, Atlixco, vueltas Puebla-México, etc., con distancias que cubrían 250 o 300 kilómetros, e inclusive los 450, como en aquella que consistía en darle toda la vuelta a la Malinche, recorrido que don Juve cubrió en poco más de 7 horas, entrando en 12 de un total de 500 ciclistas.

Don Juve logró ser campeón estatal por ahí del año 78; fue subcampeón, y en los Quintos Juegos Nacionales logró el 3er lugar para Puebla. Como entrenador logró formar a 2 campeones nacionales y a dos subcampeones. En sus mejores momentos, con la corona estatal en las sienes, llegó a acariciar el sueño de una Olimpiada, pero las limitantes económicas y la falta de apoyos cancelaron cualquier posibilidad: “la Olimpiada es lo que quería… lo que me faltaba eran llantas. Cuando salí campeón fui a ver al gobernador del estado, oiga nomás quiero que me den cada mes un par de llantas, no quiero más”. Desgraciadamente, para el gobernador, darle a Juvencio un par de llantas al mes representaba un acto de generosidad que no podía pagarse.

Hoy, a sus 87 años, don Juve es una roca. Proviene de una familia muy longeva —el mayor de sus hermanos cuenta 94 años y su abuela superó ampliamente los cien—, por eso tiene la plena certeza de que aún le queda ruta por delante: “Yo me conformo llegar, pus yaaa muy amolado, a los 120”, me dice entre risas pero muy en serio. Ya no entrena chicos porque el cuerpo ya no le da para acompañarlos al mismo ritmo, sin embargo, está casi recuperado por completo de una caída y confía en volver a montar una bici muy pronto, incluso con miras a competir en carreras de veteranos. Su familia ya no quiere que ande en bicicleta, pero como es bien sabido, la cabra tira al monte. Tampoco elabora ya zapatos porque en cada par invierte más de 200 pesos, y ya nadie está dispuesto a pagarle 300 o 400. A pesar de los tiempos que corren, tiempos ingratos en los que no se valora la destreza manual del trabajo artesanal; a pesar de la competencia que tiene en el barrio —curiosamente, en el radio de unas cuantas calles hay otras cuatro zapaterías y un negocio de pieles—; y a pesar de que hace tres meses le abrieron su negocio — le robaron 20 chamarras y toda su herramienta, pero lo que más dolió fue la bici, su bici de titanio con la que aparece en la foto y con la que devoró cientos y cientos de kilómetros—, a pesar de todos los pesares, don Juve mantiene en pie la Casa Villafañé, que más que una zapatería es un recinto para la memoria del ciclismo de ruta de las últimas cinco décadas.

Hace unos años rodó por ahí un texto de Eduardo Galeano, ese querido uruguayo vagamundo, en el que lamentaba las pautas de consumo impuestas por el capitalismo salvaje, donde las cosas son fabricadas para no durar y donde todo es desechable, desde las mercancías hasta las personas. “¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de las Nike?”, decía. Galeano tituló aquel textito “Para mayores de cuarenta”; pues bien, yo tengo justo los cuarenta y aprecio haber conocido ese tiempo en que las cosas debían durar, donde lo que no servía se reparaba o se reutilizaba, donde mi abuela recogía el tornillo que encontraba en la calle y lo echaba en su bolsa del mandil, pensando que algún día habría de servir, donde los chicos heredaban a regañadientes las ropas de los hermanos. Sólo en la medida en que seamos más conscientes de nuestras pautas de consumo, y en que apreciemos y valoremos el saber artesanal, podremos conservar a mujeres y hombres que, como don Juve, nos recuerdan que hay otro mundo posible, uno donde los zapateros hacen zapatos.

Reparadora de calzado Casa Villafañé, ave. Juan de Palafox y Mendoza 1211


¹Doctor en Historia por El Colegio de México.