Frederick Thierry Palafox²
Oriundo de Jalapa, Veracruz, hacía muchos años que Pepe por cuestiones de trabajo, llegó a la ciudad de Puebla para laborar como pintor en los talleres del antiguo Ferrocarril Interoceánico, compañía que luego formó parte de Ferrocarriles Nacionales de México, empresa de la cual se había jubilado hacía más de veinte años, dedicándose ahora en ayudar a un viejo amigo en un taller de herrería. Aunque la verdad es que éste era el pretexto que daba a su esposa, para pasar horas y horas jugando al dominó con otros amigos del barrio.
Aquella tarde Pepe había ido al mercado a comprar algunas cosas que hacían falta para la cena del siguiente día, cuando al pasar por un puesto de pan de cemitas, escuchó una voz que se le hizo familiar.
—¿Toño?, dijo en voz alta. A lo que un hombre ya entrado en años volteó la cabeza para ver quién había preguntado por él.
—¡Sí!, ¿quién pregunta?, respondió éste.
—¡Soy yo, Pepe!
—¿Cuál Pepe?, le contestó.
—¡Pepe!, ¡El Brochas! ¡Tu amigo el pintor del taller del Interoceánico!
—¡Pepe brochas!, expresó entusiasmado Toño.
—¿Cómo estás? ¡Qué gusto verte!
—¡Bien amigo! Con los achaques de los años pero no me quejo. —¿Y tú que andas haciendo por aquí? Supe que estabas viviendo en San Luís Potosí.
—¡Así es Pepe, sigo por allá! Nada más que vine a pasar las fiestas del barrio con mi hija, y mi nieta me dejó aquí comprando cemitas para comer al rato.
—¡Por ahí anda, no debe tardar!
—Yo también vine de compras, pero ya terminé. ¿No quieres tomarte una cervecita para platicar?, le dijo Pepe.
—¡Claro que sí brochas, nos la echamos!
—¡Mira, ahí hay una mesa libre!, respondió Toño.
Y después de acomodarse en las típicas sillas rojas de metal que puede uno encontrar en las fondas de las cocinas económicas de los mercados, los amigos comenzaron a platicar acompañados de un par de cervezas Superior bien frías.
—¡Y cuéntame!, expresó Pepe. ¿Por qué te fuiste a vivir a San Luís?
—Te acordarás que estaba trabajando aquí en Puebla en el Departamento de Herrería, y aunque mi nivel era categoría A, yo quería ser mayordomo, y la verdad es que no veía para cuando pudiera ascender porque al jefe le faltaba mucho para jubilarse. Así que se dio la oportunidad de subir de escalafón en el taller de San Luís Potosí, y pues me fui para allá con todo y familia.
—¡Pues salud por este reencuentro!, dijo Toño, al momento que levantaba su cerveza para chocar la botella con la de Pepe.
A lo que éste respondió: —¡Salud por mi amigo el diablo!, que era como se conocía a los herreros por trabajar constantemente con fuego.
—¿Y qué pasó con el taller Pepe? ¿Todavía sigue?, preguntó Toño.
—¡No diablito!, hace muchos años que lo quitaron, cuando movieron toda la operación a los terrenos de la estación de carga de la 80 Poniente y 9 Norte, que a pesar de estar funcionando desde 1955, la conocíamos como la estación Nueva.
—¡Y cómo no!, lo interrumpió Toño. —Si las otras tres que había en la ciudad eran del siglo xix.
—Pues la del Interoceánico y la del Mexicano del Sur ya las tiraron y sólo queda la del Ferrocarril Mexicano. Recordarás que el taller estaba dividido en las especialidades de mecánicos, albañiles, pintores, cobreros, moldeadores y fundidores, modelistas, herreros, caldereros y carpinteros, y todos dependían del Departamento de Fuerza Motriz y Maquinaria, así que las áreas de trabajo se fueron definitivamente para allá en 1971, porque era un caos que los trenes estuvieran operando casi en el centro de la ciudad. Yo todavía estuve trabajando algunos años en esa estación, pero siempre extrañé el antiguo taller.
—¡Era un lugar con mucha historia!, expresó Toño. Además de los edificios y la maquinaria antigua que había, recuerdo que cuando trabajé ahí, se daba una estricta división del trabajo, la cual establecía un orden de ascenso escalafonario que iniciaba con el ayudante auxiliar, para ir subiendo después al ayudante, operario, inspector local, cabo, ayudante de mayordomo, mayordomo, maestro mecánico ayudante y maestro mecánico.³
—¡Así es Toño! Además de que los trabajadores del taller rara vez salían al camino, a menos de que fuera necesario ir por alguna máquina descompuesta o que hubiera que mover un tren accidentado. A diferencia del personal trenista, los trabajadores de talleres estábamos de fijo en la ciudad. ¡Por cierto! ¿Te acuerdas cómo era la primera vez que entraba uno al taller?
—¡Claro que me acuerdo!, contestó Toño:
El primer día de trabajo se le entregaba una orden al cabo de cuadrilla a la que lo habían asignado. En ese entonces, al ingresar a Ferrocarriles, nos daban de dos a tres días para sentar escalafón como extras. Posteriormente, llevábamos el sufrimiento a cuestas, porque trabajábamos una vez al mes o a la quincena. Un día de trabajo era para el padre Sindicato, pues teníamos que pagar la cuota para tener derecho a todo lo que marca la ley interna del mismo.
La especialidad de auxiliares —o de peones, como también se conocían—, era el inicio para ser ferrocarrilero. La labor de cada uno era barrer, y por eso a los auxiliares nos decían “las bailarinas”, porque siempre llevábamos de pareja a la escoba. Posteriormente, nos mandaban como extras a las distintas especialidades y ahí teníamos que pagar el precio de ser “los nuevos”, porque nos daban la bienvenida haciéndonos bromas, casi siempre dentro de los límites de la convivencia ferrocarrilera.⁴
Recuerdo que cuando estábamos aprendiendo el oficio, la mayoría de los trabajadores se mandaban con uno porque la falta de conocimiento y experiencia era la oportunidad para que se divirtieran a costa de “los nuevos”. Nos decían: —A ver muchacho, veme a traer una escuadra redonda, y ahí iba uno a pedirla, y el otro maestro nos contestaba: —¡Como no muchacho, llévala!, y nos daba un fierro pesado cualquiera.⁵ Varias veces me la aplicaron mis jefes, hasta que aprendí y ya nada más nos reíamos cuando se querían pasar de listos conmigo.
—¿Y te acuerdas de los apodos que teníamos Toño?
—¡Por supuesto brochas! Era muy común que los trabajadores, obreros o empleados, tuvieran uno. Dicen que en los ferrocarriles nadie se ha salvado de tener un mote, aunque no siempre la persona a quien hace alusión llega a enterarse, y menos si es un jefe.
Algunos apodos hacían referencia al área en la que el trabajador laboraba. Los herreros éramos “los diablos”, porque trabajábamos con fuego; los paileros “los burros”, porque se la pasaban cargando fierro; los de fundición “las tusas”, ya que hacían hoyos en la tierra para vaciar el fierro; los mecánicos “los monos”, porque como siempre andaban manchados de aceite parecían changos; los carpinteros “los guajolotes”, porque daban vueltas alrededor de sus bancos de trabajo; los ayudantes “los secretarios” o “los camellos”, y los oficinistas “los cagatintas”.
Detalle de los trenes que resguarda el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos. 2014. Martha Gutiérrez.
—¡Así es amigo!, dijo Pepe, y los limpiadores auxiliares como siempre andaban con su carretilla barriendo y recogiendo la basura, les decían que eran “maquinistas de carretilla”.
—¡Pero esto era entre nosotros!, agregó Toño, porque afuera, para la gente, todos los trabajadores del taller éramos “los chorreados”, ya que siempre andábamos manchados de aceite, mientras que a los de vía les decían “los mugrosos”.⁶ ¡Qué tiempos aquellos!
—¡Salud!, dijo Pepe. ¡Y por cierto!, ¿Sabes cómo le dice un ferrocarrilero a una muchacha cuando quiere quedar bien con ella?
—¡Ni idea brochas!
—¡Muy fácil! “Se me hacen rieles todos los durmientes cuando dices que te vas”.
—¡Ese está muy decente y propio de un rielero!, porque yo una vez escuché a un compañero ya entrado en copas, decirle a una señorita que pasó a su lado: “que tren tan largo, nomás el cabús le miro”, a lo que ella se regresó y le dijo:
—¡Pues que le aproveche, porque esta “negra” es de camino y no jala trenecitos de patio!
Pepe soltó una carcajada y después de echarle un trago a su cerveza expresó: —¡Merecido se lo tenía, quién le manda andar de irrespetuoso!⁷
—¡Y a todo esto! ¿No extrañas el trabajo en el taller?
—¡El trabajo como tal, no, porque ya no estoy para esos trotes, pero si el ambiente y a los compañeros!, respondió Toño. ¡No me arrepiento de haber sido ferrocarrilero! Me contaba mi padre que también fue rielero en el taller del Interoceánico en Puebla, que, a principios del presente siglo, las chingas de trabajo en el taller eran entre doce y catorce horas, y posteriormente, al estipularse la jornada actual, estas fueron de 07:00 a 12:00 hrs. y de 13:30 a 16:30 hrs. En la Casa Redonda había tres turnos: el primero era de las 00:01 hrs. a las 07:00; el segundo de las 07:00 a las 15:00 y el tercero de las 15:00 a las 23:00.⁸ ¡Ahora que, algo que sí extraño mucho!, es el sonido del silbato de vapor de la Casa de Máquinas, cuando marcaba los cambios de turno.
Toño dio un gran suspiro y continuó diciendo. El silbato sonaba también a las 9:30 y a las 10:00 hrs., para indicar la hora de inicio y fin del almuerzo, el cual se hacía en el comedor que estaba ubicado cerca de la 6 Poniente y 13 Norte, aunque en realidad cualquier lugar en donde se acomodaran los trabajadores era bueno. A veces almorzábamos con otros compañeros o a veces solos. Algunos rieleros llevaban su “itacate” desde que llegaban a laborar y a otros se los llevaban calientitos sus esposas, hermanas o hijas.
—¡Así es Toño!, le interrumpió Pepe, pero no faltaba quien les coqueteara o les echara los “perros”, y eso a muchos no les gustaba.
—¡Eso sí! Seguramente por eso o porque las señoras tenían mucho trabajo en casa, se acostumbraba también cuando no había varones en la familia que hicieran esa tarea, pagarle a algún muchacho para que llevara el almuerzo, aunque hay quien dice que muchas veces las viandas cuando llegaban a su destino, ya habían pasado “báscula”.⁹
—¡Y regresando al asunto del trabajo en el taller!, lo que sí es que en el Interoceánico la diferencia de puestos estaba muy marcada.
—¡Ni que lo digas diablo! El respeto a las jerarquías era muy importante en todo el ferrocarril, y en nuestro caso lo aprendimos desde que entramos a laborar al taller. Siempre había mucho trabajo y no se tenía ningún momento de descanso. Los mayordomos vigilaban que todo saliera muy bien, y si la chamba no quedaba como ellos querían, la mandaban a repetir. Tuve un mayordomo que decía: “El que manda, manda. Y si se equivoca vuelve a mandar”. Esta era una regla por todos aceptada.¹⁰
—¡Pues sí, las tareas siempre fueron duras!, además de que varias de las herramientas que utilizábamos eran hechizas, construidas por nosotros mismos en los talleres, ya que la empresa en ocasiones no las proporcionaba o tardaba mucho tiempo en hacerlo, y como era nuestra responsabilidad sacar adelante el trabajo, nos las ingeniábamos con lo que teníamos.¹¹
—¡Pero eso nos hizo muy creativos y eficientes!, ¿o no? Y ahora que lo mencionas, me estoy acordando de que en un principio la mayoría de los ferrocarriles del país durante el siglo XIX estuvieron manejados por extranjeros, y como ellos fueron los que enseñaron al personal mexicano los secretos del gremio, muchas de las formas de trabajo como indicaciones, instrucciones o nombres de las piezas, se usaron principalmente en inglés.
¡Claro!, dijo Toño. Y aún muchos años después de darse la mexicanización ferroviaria se continuó con esas costumbres. Por ejemplo, las medidas se continuaron usando en pulgadas o las laterales de las locomotoras se siguieron nombrando como “L” (left) o “R” (right), que son izquierda y derecha en inglés respectivamente. ¡Te ilustro por si no te acuerdas, mi querido brochas!¹²
Pepe sonrío al comentario de su amigo y le contestó: ¡Te agradezco tu intención de lustrármelo, pero así estoy bien, muchas gracias!
A lo que ambos soltaron una escandalosa carcajada y dijeron al mismo tiempo: ¡Salud amigo!
—¡Oye y hablando de los compañeros!, ¿todavía se siguen reuniendo?
—¡Ya casi no amigo! —Te acordarás que muchos de los ferrocarrileros de aquella época vivíamos por la misma zona, pues el taller y las estaciones del Interoceánico, el Mexicano y del Mexicano del Sur, junto con la de los tranvías, se encontraban muy cerca, en un cuadrante de la ciudad formada por las calles que van de la 11 a la 19 Sur y de la 2 a la 18 Poniente.
Bueno, pues esta cercanía en la vecindad, forjó una estrecha relación de amistad y compadrazgo entre muchas familias rieleras, y además de los compromisos por bautizos, primeras comuniones o salidas de la escuela, fue cosa común que los ferrocarrileros jóvenes se casaran con hijas de compañeros a quienes habían conocido a la hora del almuerzo cuando llevaban las viandas, en las calles al salir del trabajo, o en alguna fiesta durante las celebraciones a la Virgen de Guadalupe o a San José, patrono de los amigos carpinteros.¹³
Hasta ahí todo fue muy bien por muchos años, pero con el traslado del servicio a la estación nueva y la demolición de la gran mayoría de los edificios del ferrocarril, esa parte de la ciudad entró en una dinámica distinta y también la gente empezó a vivir en otros lugares alejados del bullicio del centro —como fue mi caso—, por lo que, con el paso del tiempo y ya jubilados, cada vez fue más difícil vernos y estar en contacto.
—¡Qué lástima!, tengo muy buenos recuerdos de muchos de ellos. —¡Y por cierto, tú no niegas que eres ferrocarrilero mi amigo!, dijo Toño.
—¡A caray!, expresó sorprendido Pepe. —¿Y eso por qué?
—¡Pues mira nada más que elegante y bien portado vienes!
—¿Cuál elegante?, si es mi ropa del diario.
—¡Pues será el sereno!, pero no me vas a negar que a los rieleros se nos ve a leguas que somos ferrocarrileros.
—¡Eso sí diablo! —Tenemos un porte especial que nos distingue de los demás caballeros.
—¡Era muy buen trabajo!, ¡Se llevaba uno sus buenas chingas, pero tenía un encanto muy especial!, agregó Pepe. ᴥ
Imponente. Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos. 2013. Carolina Díaz.
Bibliografía